Ana de Castro Egas Poetisa y biógrafa del Siglo de Oro

Por Almudena de Arteaga
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"Mentiría si les dijese que las cosas fueron fáciles. Romper con la tradición y ser la precursora de algo nunca es fácil"

Ana de Castro Egas nació en Valdepeñas, en la provincia de Ciudad Real, a finales del siglo XV. - Foto: La Tribuna

Nací en Valdepeñas en el languidecer del siglo XV para dar mis primeros pasos en la vida con el nacimiento del glorioso siglo de oro español.

Amando siempre a mis tierras manchegas tuve como tantos otros que viajar a una corte madrileña donde todo caldo sustancioso se solía cocer y como era de esperar, la fortuna se hizo llegar sonriéndome el día en que de la mano del Excelentísimo Señor Duque de Lerma conocí al hijo del Rey, El Cardenal Infante Don Fernando de Austria.

Creo sinceramente que fue precisamente él, el que me animó a compartir con todo el que a ellos quisiese acercarse el contenido de mis escritos. Hasta ese preciso momento la mayoría eran poemas a los que por humildad resté importancia pero que al leerlos en una de las tertulias que celebraba Su Alteza Real el Infante, gustaron a todos. Al atardecer de aquel mismo día, Don Fernando me tentó con la idea de convertirme en la biógrafa de su propio padre el Rey Felipe III, para consolidar su “Eternidad”.

He de reconocer que aquel reto no me costó en absoluto; ni siquiera tuve que engalanar, mentir o inventar lisonjas como muchos de los cronistas clásicos; pues si hubo un hombre sobre la faz de la tierra que me había cautivado al conocerle, fue el mismo Rey.  

Dedique algunos años de mi vida a la suya con el firme propósito de ensalzarlo no solo a él sino también al buen duque de Lerma que tanto me ayudo y con tanto desvelo por su parte gobernó España. Y así, pasados los siglos por siempre y gracias a mi palabra escrita, todos recordarían a Su Majestad Don Felipe; el tercero de los reyes de España, tanto en sus grandes hazañas como en sus nimiedades.

Aquel propósito que hoy podría parecer normal, en aquel tiempo resultó del todo aventurado ya que nunca antes se había conocido mujer alguna capaz de autoerigirse  cronista de reyes.

Mentiría si les dijese que las cosas fueron fáciles. Romper con la tradición y ser la precursora de algo nunca es fácil. Por eso les aseguro que cualquier logro al respecto, por diminuto que fuese, me produjo grandes satisfacciones.  

Aunque concluí en plazo la historia, me pusieron tantas trabas que no me fue posible publicarla a tiempo para que el propio biografiado la pudiese leer. De todos modos no me cejé en el intento y con tesón y constancia conseguí que el libro viese la luz un siete de mayo de 1629.

No hay palabra en castellano que describa lo que sentí al pasar las yemas de mis dedos por la letra impresa de  su título. “La eternidad del Rey Don Felipe III Nuestro Señor, El piadoso”.

Disfruté el día que tuve en mis manos el primer ejemplar. Salía caliente de la imprenta de la Viuda de Alonso Martín, encuadernado en piel, en una edición en octavo,  con el mejor papel que tenían y una tipografía más que esmerada.

Ni que decir tiene, que verlo en los estantes de las bibliotecas produjo el  más absoluto desconcierto en los menguaditos de mente que no alcanzaban a comprender como esta humilde servidora había osado narrar con pensamientos de mujer la vida de un monarca.  

Si a aquel sentimiento de contrariedad, le sumábamos que hacía por aquel entonces ocho años que había muerto Don Felipe III y más de cuatro de la muerte del Duque de Lerma a quien yo defendí sin el menor temor; en pocos me podría cobijar de las más que probables represarías que por ello tomaría en mi contra el conde Duque de Olivares; valido del rey sucesor Felipe IV y enemigo a ultranza de cualquier elogio para sus antecesores en el gobierno del Reino.  

Sé que es la única obra de mi vida que ha perdurado en el tiempo pero no me importa, porque es reconocida por muchos eruditos y eso me basta y sobra.

Habiendo hecho de mi vida la del Rey, es curioso como muchos siguen empeñados en rastrear mis secretos y me rio cada vez que publican algo sobre mi pasado. Unos dicen que nací en una familia noble proveniente de Portugal, otros la ubican en Flandes; los más maliciosos llegan incluso a afirmar que fui descendiente de una rama bastarda de los Condes de Lemos.    

Todos ellos, cuando por fin creen que ya han descubierto algo de mi procedencia, se empeñan en buscarme estado y me casan con Luis Sánchez y aseguran que quedé muy pronto viuda. ¿Verdad? ¿Mentira? Qué más da. No he decirlo yo misma que lo único que perseguí fue dar a conocer la vida de mi Rey procurando ser lo más discreta posible en la mía propia.  Tanto que incluso llegué a firmar con el seudónimo de “Anarda”, siempre con la secreta esperanza de que nadie en absoluto me descubriese.

A pesar de ello muchos de mis contemporáneos hablaron de mí. El más sorprendente fue el irónico Don Francisco de Quevedo, que por muy sultán de la misoginia que fuese no pudo evitar reconocer mi talento y quizá por eso accedió a prologarme el libro.  

-Solo por lo irreversible de los difuntos

Dijo en tono mitad cordial, mitad sarcástico. Como supondrán no se lo discutí y creo que solo  por mantener mi empeño vivo y la boca bien cerrada, lo conseguí.  Y es que a veces y mal está que una escritora lo reconozca, un silencio vale más que mil palabras.

 Conté con el apoyo de otros muchos como Lope de Vega, José de Valdivieso, Pellicer, Bocángel y tantos otros que incapaces de contener el río de tinta de sus plumas también me reconocieron como ilustre letrada.  Y así fue como con el tiempo instituí una tertulia literaria en casa del mismo cardenal infante a donde llevé a otras escritoras, como Mariana Manuel de Mendoza, Victoria de Leyva, Justa Sánchez del Castillo, mi sobrina Catalina del Río o mi prima Clara María de Castro y Andrade.

De mi muerte y sucesión nadie sabe y tampoco a mí me ha de interesar que ahora lo descubran con lo cual, señores míos; a sus mercedes dejo la búsqueda de mi vida que a todas luces no va  a ser fácil de desenmascarar. Déjense de mentideros y cotilleos y dedíquense a leer mi libro y la vida de un gran Rey. Don Felipe III.