Un siglo de harinas y papeles

MAITE MARTÍNEZ BLANCO
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Donde antes se molturaba trigo, hoy tramitan documentos; la Fábrica de Harinas cumple su centenario este año

Matías Ruiz tiene 89 años. Sube la enfática escalinata que abría paso a la que fue su casa, la Fábrica de Harinas San Francisco. Le quedan fuerzas y memoria para recordar los más de 40 años que ejerció de maestro molinero de esta imponente fábrica de la que llegaron a salir 157.500 kilos de harina diarios y que hoy, salvada de la especulación y la piqueta, cumple su centenario transformada en un edificio de oficinas gubernamentales.

Año 1916, reza con claridad en su frontispicio. En plena guerra europea, Francisco Fontecha Nieto, que por aquel entonces era alcalde de la ciudad, y Filiberto Cano Nieto, asociados en la firma Fontecha y Cano S.A. ordenaron construir este edificio en tiempo récord para suministrar alimento a los contendientes de la Gran Guerra. Se levantó en 18 meses, según recoge una crónica del ABC firmada por el periodista Antonio Andújar en 1964, con motivo de la visita que el entonces príncipe Juan Carlos hizo a Albacete para conocer sus principales industrias. Primero estuvo en Arcos y después recorrió las salas de la Fábrica de Fontecha, como es popularmente conocida en la ciudad.

El entonces aprendiz de rey hizo mil y una preguntas en la hora que estuvo en la fábrica. Cuestiones que tuvieron la respuesta del molinero Matías, quien aprendió el oficio de su padre, Ginés Ruiz Navarro, un maestro murciano que trabajaba en otra fábrica que los Fontecha y Cano tenían en Murcia y que fue trasladado a la factoría de Albacete al finalizar la guerra civil. Con 16 años, su hijo Matías ya estaba trasegando en la molienda, un oficio que aprendió de su padre y que más tarde enseñaría a su hijo, Francisco Javier quien se ha convertido en la cuarta generación de molineros de esta familia, pues también su bisabuelo lo ejerció.  

<b>Harina para la guerra.</b> La sociedad Fontecha y Cano, creada con un capital de «varios millones de pesetas», confió la instalación de toda la maquinaria a los suizos. Sistema Daverio se puede aún leer en la fachada. «En las obras trabajaron más de 600 personas, pero todo lo dirigían ingenieros suizos, de Zurich», cuenta el maestro molinero Matías, heredero de este relato, pues por aquel entonces él ni tan siquiera había nacido. Aunque la inauguración oficial parece fue el 27 de enero de 1917, los molinos sacaron sus primeras harinas un tiempo antes.

La de San Francisco no fue la primera harinera de la ciudad, pues otras seis fábricas molturaban trigo por aquel entonces. Albacete vivía en aquella época un gran desarrollo comercial e industrial. Muy cerca de donde se levantó la molienda Fontecha, también en lo que hoy es el Paseo de la Cuba, estaba la de La Manchega Eléctrica, sociedad que explotaba una fábrica de electricidad y otra de harinas que en 1917 compraría José Legorburo.

La de Fontecha y Cano, sin embargo, se presentaba como la más imponente. El diario ABC, con motivo del inicio de la Feria en 1916, daba buena cuenta del «hermoso edificio» que se había levantado en un solar de 22.000 metros cuadrados y de la «soberbia maquinaria Daverio» instalada en su cuerpo central que permitiría producir 80.000 kilos diarios de harina.

La visión que de estas fábricas tenía Azorín al pasar con el tren camino de Alicante fue lo que le llevó a llamar a Albacete el Nueva York de la Mancha, por la sensación de modernidad que le transmitían.

El complejo fabril de San Francisco era mucho más amplio de lo que hoy se conserva. A la derecha e izquierda de la fábrica había almacenes para cereales y harinas de grandes dimensiones. Los silos de trigo podían almacenar 300 vagones de grano, contaba el ABC.

 

<b>Vivir para moler.</b> Incluso se construyeron casas para los obreros, por las que los operarios pagaban un alquiler, y llegó a haber una escuela y una capilla. Aún quedan algunas de estas viviendas obreras en el barrio de la Industria, en calles como Ignacio Monturiol.

El maestro molinero por supuesto vivía en la fábrica. «A cualquier hora, incluso de madrugada, podían llamar a la puerta porque algo no funcionaba bien», recuerda Alejandro, uno de los seis hijos que tuvo Matías con su esposa Sofía, hija del molinero de la fábrica de Harinas Pastor. Las fotografías del álbum de esta familia siempre tienen como escenario las tolvas, las escalinatas o las singulares verjas y jardines de esta fábrica. «Aún recuerdo a mi padre sacar un pañuelo blanco desde el tren cuando se iba a Villarrobledo, a la fábrica de harinas que tenían allí».

Matías explica que la fábrica de Albacete empezó molturando 59.000 kilos al día, «todo se vendía al extranjero, se cargaba en carros, se llevaba al muelle del ferrocarril y por tren a Cartagena para sacarlo en barcos, gracias a esto en muy pocos años se amortizó la inversión». Las vías del tren pasaban a escasos metros de la puerta de la fábrica, «intentaron que les dieran acceso directo al tren e incluso pensaron en hacer una pasarela para llevar el trigo y la harina directamente al muelle de carga, pero la compañía MZA no les autorizó», asegura.

Años más tarde, sus harinas se comercializaban en todo el Levante bajo las marcas de Gloria y Dorada. El molino estuvo en funcionamiento hasta 1989, aunque él no se jubiló en la que había sido su casa, «me fui cuando tenía 60 años a Guadix, a poner en marcha una harinera que llevaba varios años cerrada y allí me jubilé».

Su hijo Francisco Javier sigue dedicándose al negocio harinero y cuenta que, aunque ha habido innovaciones tecnológicas, la esencia del proceso sigue siendo la misma. Entonces en la fábrica el maestro molinero contaba con la ayuda de los ‘segundos’, «había tres segundos, uno por cada turno de trabajo, porque no se paraba ni de noche».

El trigo almacenado en los silos que estaban a la derecha de la fábrica era sometido a una limpia previa para eliminar suciedades gruesas. Una vez dentro del edificio principal, cada variedad de trigo se limpiaba por separado para eliminar piedras, tierra, polvo, semillas extrañas y la piel que recubre el grano. Terminado este proceso, el grano seco se humedecía hasta un 16% para poder molturarlo bajo la atenta vigilancia del maestro molinero, «si se muele seco, queda un polvo negruzco». En la fábrica funcionaban 12 molinos que trituraban y molían el grano con unos rodillos estriados hasta convertirlo en polvo. Un polvo que se pasaba a los planchister, grandes cernedores planos que con movimientos vibratorios iban separando la sémola del salvado.

<b>Mezcla de harinas.</b> En manos del maestro molinero quedaba hacer la mezcla de trigos idónea para sacar harinas de calidad. Chamorro, Jeja Colorada, Marius o KGM, son algunas de las variedades con las que Matías elaboraba las distintas marcas de harina que de San Francisco salían.

Este oficio, que en países como Alemania y Francia sí que tienen su titulación oficial, llegó a enseñarse en una escuela oficial que durante poco más de una década funcionó en Madrid impulsada por la Asociación Cultural y Técnica de Molineros de España (ACTME). Queda para el recuerdo una fotografía de técnicos molineros tomada en 1961 en la escalinata de la Fábrica de Fontecha.

Junto al molinero trabajaban un buen número de operarios, desde carpinteros a mecánicos de mantenimiento que hacían posible el funcionamiento de este engranaje. Al principio la harina se envasaba en sacos de yute de 100 kilos, por lo que llegó a haber un taller de mujeres encargadas de recoser estos sacos. Con los años se terminó utilizando sacos de papel de 25 kilos donde se guardaba la harina a no más de un 12% de humedad, de lo contrario se echaba a perder.