Mi familia saharaui

Maite Martínez Blanco
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Se cumplen 22 años desde que los primeros niños saharauis llegaran a Albacete huyendo del desierto durante el verano. Entre los pequeños acogidos este año han venido hijos de los aquellos 'pioneros'

Tiene 10 años y sueña con tener una bicicleta. Se llama Mumna y a estas horas debe haber cambiado ya el asfalto de Albacete por la arena del Sáhara. Mumna salió por primera vez del campamento de refugiados de Auserd este verano. Subió en un avión en Tinduf y aterrizó en Alicante. Allí una autobús la condujo hasta nuestra ciudad, donde le esperaba una albacetense que no era nada desconocida para su familia, Mercedes.

La madre de Mumna se llama Jadiyetu. Cuando tenía la edad de Mumna hizo el mismo viaje, salió del desierto para huir de los 50 grados que calientan el Sáhara en verano y aterrizó en la vida de Mercedes Peñaranda, una mujer de 63 años a quien su amor por los niños le ha llevado a convertirse en ‘madre de acogida’ de cinco pequeñas saharauis.

Jadiyetu fue la primera niña saharaui que entró en la vida de Mercedes. Mumna ha sido la última en hacerlo. Y entre madre e hija, Mercedes ha tenido tiempo, y cariño, para otras: Salka, Mariam y Fatimetu.

Un total de 18 años han pasado entre un verano y otro. Dieciocho años que atestiguan la larga lucha de los miles de refugiados saharauis que llevan casi cuatro décadas malviviendo en el desierto, en campos de refugiados fijados en territorio argelino, cerca de la ciudad de Tinduf, y que son administrados por el Frente Polisario. Poco, o casi nada, sabía por aquel entonces Mercedes de la causa saharaui, un pueblo que anhela volver a las tierras del Sáhara Occidental, esa antigua colonia que administró España hasta 1976 y que Marruecos se anexionó.

<b>Entre cartas y turrón.</b> Mercedes supo que se necesitaban familias para acoger a niños saharauis por el sacerdote de su pueblo, la localidad conquense de Villanueva de la Jara. Corría el año 1997, lo recuerda bien porque fue el verano que el país se convulsionó con el asesinato de Miguel Ángel Blanco. La niña Jadiyetu estaba ya por tierras manchegas. Tenía solo nueve años, había sido acogida por un matrimonio mayor y no terminaba de adaptarse, «a la semana de estar aquí me dijeron que si quería hacerme cargo de ella y lo hice».

Este fue el inicio de esta relación que Mercedes y Jadiyetu cultivan siempre que pueden por carta o teléfono, superando las difíciles comunicaciones con los campamentos de refugiados. Mercedes envía paquetes con turrón por navidad y algo de dinero cuando es posible y a cambio recibe, siempre, una carta en precario español en el que Jadiyetu le desea buena salud.

Confiesa Mercedes que los primeros días con Jadiyetu en casa no fueron fáciles. La entonces niña Jadiyetu no hablaba nada de español, ni Mercedes sabía nada acerca de las costumbres saharauis. «La niña solo quería estar en la calle, al aire libre, pero era entrar en casa y echarse a llorar, sufríamos al verla, pero en unos días se acostumbró y pasamos un verano muy bueno, bañándonos en la piscina y una semana en la playa», rememora Mercedes casi dos décadas después. «Cuando se fue me quedé muy mal, casi me dio depresión porque se iba», admite esta mujer que con el tiempo ha aprendido a superar este momento de la despedida, «el corazón se te acostumbra».

Al verano siguiente, nadie salió de los campamentos de refugiados (se estaba preparando el censo para el demandado referéndum), pero en 1999 Jadiyetu regresó de nuevo junto a Mercedes, a cuyos padres la niña Jadiyetu trataba con especial cariño, «los abuelos son muy queridos por los saharauis».

Aunque cada niña es distinta, las anécdotas se repiten. Aquí aprenden algo tan simple como subir escaleras, un elemento arquitectónico que no existe en las jaimas del desierto; descubren que al girar la manivela de un grifo cae agua y que con solo dar al interruptor se enciende la luz. Son comodidades para nosotros imprescindibles, pero de las que ellos no disfrutan.

Mercedes lo sabe bien, viajó a Auserd hace nueve años y conoció a la extensa familia de Jadiyetu. «Los abuelos -cuenta- viven en una jaima de lona y alrededor hay varias casitas de adobe, en una de esas vive Jadiyetu, con su pareja y sus tres hijos, Mumna y otros dos más pequeños». El mobiliario casi ni existe, algún armario o mesa a lo sumo; el agua se la suministran en cubas y la escasa energía eléctrica de la que disponen la consiguen con placas solares. «Son muy agradecidos, no dan más porque no tienen y reparten todo lo que tienen», resalta una y otra vez Mercedes, que no olvida el cielo estrellado del Sáhara, «hacía mucho tiempo que no veía un cielo tan lindo, tantas estrellas».

<b>Generosidad.</b> Sabiendo de su generosidad, Mercedes ha hecho lo imposible para acoger a Mumna este verano, «me lo había pedido su madre y aunque no lo tenía fácil, porque después de casi un año en paro había encontrado trabajo, acogí a Mumna, la he cuidado con la ayuda de una amiga». La experiencia, una vez más, inolvidable. «Mumna es bastante inteligente, escribe de maravilla y colorea muy bien, sabe sumar llevando y multiplicar sin problemas; siempre está pendiente por si me tiene que ayudar en casa», relata Mercedes, que se siente orgullosa de poder acoger a estos pequeños cada verano, «soy feliz así».

Huir del infernal calor de los campamentos en verano y practicar el español que han heredado de sus tiempos coloniales no son las únicas razones por las que los niños saharauis pasan julio y agosto en España. Su estancia aquí la aprovechan para someterse a revisiones médicas y recibir los tratamientos que pudieran necesitar. Mumna esta sana, ni tan siquiera a necesitado pasar por el dentista, pero otros de los niños que vinieron con ella sí que han necesitado de tratamientos médicos que en el desierto no son tan accesibles. De los 75 niños que han venido este verano, tres han pasado por el quirófano (a dos se les intervino por hernias y al tercero de una criptorquidia), y algún otro ha regresado a Tinduf sabiendo que era celíaco, un diagnóstico que desconocían antes de venir.

Vivir el verano fuera del desierto argelino es también una oportunidad para mostrarles otras formas de vida, que sean conscientes de que existen otros horizontes más allá de la jaima y la arena y que éstas les sirvan de acicate para estudiar y buscar otras salidas.

Gracias a Vacaciones en paz, que así se llama este programa de acogida temporal de niños de hasta 12 años, cientos de niños saharauis han pasado el verano en tierras españolas. Los primeros llegaron a Albacete hace 22 años, la iniciativa surgió de Cáritas y de personas como José Félix Lequerina, Jesús Alemán y Ricardo Beléndez, que dieron lugar a la creación de la asociación Amigos del Pueblo Saharaui. Una organización que no solo trabaja por esta acogida estival de los niños, sino que a lo largo del año realiza al menos el envío de una caravana de alimentos, material escolar y artículos de aseo a los campos de refugiados argelinos, donde la supervivencia de 180.000 personas depende exclusivamente de la ayuda que les llega del exterior.

Este verano han sido 75 los niños acogidos en la capital y sus pedanías, donde la implicación del Ayuntamiento de Albacete, que sigue pagando los costosos billetes de avión (unos 600 euros por niño), permite mantener este programa. Otros ocho niños saharauis han sido acogidos en Villarrobledo, otros tres en la comarca de Hellín y uno en la de Almansa. La crisis ha hecho mella también en este programa solidario. «Hay menos dinero para pagar los viajes y menos familias de acogida», explica Dori Andrés, presidenta de los Amigos del Pueblo Saharaui de Albacete, que recuerda que hace un tiempo, antes de la recesión, la provincia llegaba a acoger a 150 pequeños. Esto ha obligado a modificar las edades de los niños beneficiados por Vacaciones en paz, si antes salían del desierto ya con siete años, ahora deben esperar a cumplir los 10 años. Tres años de espera que a 50 grados y en el desierto pueden hacerse eternos.