El Greco no ha muerto

Javier Guayerbas/Toledo
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>La Tribuna desciende al sepulcro del Greco en el Monasterio de Santo Domingo el Antiguo.

Los restos óseos se conservan en un ataúd de madera, sobre un altar de ladrillo. - Foto: Yolanda Lancha

La misma oscuridad y el mismo silencio. Frío y humedad. Un escenario lúgubre que permanece como aquel 7 de abril de 1614. Una de las hermanas cistercienses abre la puerta del templo y sonríe, saluda e inicia una conversación de la que participa el tañido de las campanas de alguno de los conventos cercanos a éste de Santo Domingo, el Antiguo. Son las cuatro de la tarde y el espíritu del Greco merodea y evoca sensaciones que permanecen cuatro siglos después, las mismas que Domenikos Theotokopoulos regala aún cuando se contempla una de sus obras.

Un equipo de La Tribuna está a punto de descender al sepulcro del Greco. La cripta de Santo Domingo el Antiguo esconde respuestas al misterio aún sin resolver, a esa pregunta que todo historiador se plantea decantándose por una de las dos teorías: el cuerpo del Greco jamás se trasladó a otra cripta familiar, como la de San Torcuato, o sí.

No existen escaleras. El descenso se realiza por el mismo hueco desde el que las hermanas cistercienses explican que ahí, a unos tres metros de profundidad, yace el Greco y su nuera, Alfonsa de los Morales. Una de las religiosas se dispone a abrir el hueco que cubre una baldosa de cristal transparente en el coro. Enciende la bombilla y el espacio queda iluminado por una luz tenue, la misma que desde ese instante acompañará los pasos del equipo que inicia el descenso.

La emoción crece a medida que el olor a humedad y a óxido hace el camino contrario a la bajada. La fuerza de los brazos es vital para adentrarse en un pequeño túnel y saltar hacia el zócalo de ladrillos que rodea el sepulcro. De ahí, al suelo de tierra.

La bóveda está excavada en la piedra madre de Toledo. La roca sobre la que se construyó la ciudad se deja ver en la penumbra de un pequeño habitáculo contiguo al sepulcro, a la izquierda, donde en los años 60 se encontraron restos óseos, con gran probabilidad, los del griego.

Telas de araña, quizás de siglos, y algún arácnido de patas largas corre por el techo abovedado. Las miradas se fijan en la caja funeraria. En el ataúd de madera oscura dispuesto sobre un altar de ladrillo. Una cruz con la inscripción ‘XIII’ señaliza el lugar en el que fue inhumado el Greco. Una cruz de Vía Crucis que hace referencia a la decimotercera Estación.

El ataúd no está vacío. Tras las excavaciones realizadas décadas atrás y el hallazgo de varios huesos éstos se depositaron en la caja de madera a la que el paso del tiempo ha cubierto de polvo.

El silencio reina en la penumbra de la cripta que sobrecoge e impresiona cargada de misterio. El acceso al subsuelo de Santo Domingo el Antiguo está restringido, jamás se abre la cripta al público. Las madres cistercienses sólo bajan cuando la humedad vence a los filamentos de la bombilla que ilumina este espacio, lúgubre, bajo el coro en el que fue depositado el cuerpo sin vida del genio que expiró en Toledo.

La cera ardía 400 años atrás. El alma pictórica del griego seguía la estela de la luz hacia lo celestial que en tantas ocasiones creó y plasmó en una ciudad que desconocía su legado, consagrado a título póstumo.

Las mismas campanas con las que comenzaba el descenso a la cripta  irrumpen de nuevo. Es tarde. El Greco vuelve a la soledad, a la oscuridad de una gruta excavada en la piedra, en el alma de Toledo, donde descansó por siempre Domenikos Theotokopoulos.

El tiempo vuelve a correr. Atrás queda el óxido, la humedad y la tierra. La bombilla se apaga y el estruendo de la losa de cristal que cierra la cripta sobre la estructura de hierro que la sustenta hace de epitafio a una tumba, la del Greco, la del candiota que encontró en Santo Domingo el Antiguo el alfa y el omega a su vida en Toledo.