Un vuelo con historia

E. F.
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El aeródromo de Los Llanos desempeñó un importante papel en una de las primeras rutas intercontinentales de la aviación

En el Archivo Municipal de Albacete, entre las carpetas de fotografías correspondientes al período de entreguerras, hay un grupo de tres imágenes en blanco y negro que muestran el aterrizaje de un aparato trimotor  en el aeródromo de Los Llanos -hoy Base Aérea y terminal civil- que, en el motor de proa, lleva pintado el nombre de una de las aerolíneas más importantes del mundo, de entonces y también de ahora, la alemana Lufthansa.

Estas fotos son  el único testimonio que queda de la participación albaceteña en una de las grandes gestas de la aviación, un vuelo transatlántico que unió, en la primavera de 1930, Europa y América.  Vuelo que no estuvo protagonizado por un aeroplano, sino por un dirigible, pero en el que el trimotor Junkers G24, matrícula D-1089 tuvo un papel de suma importancia, y que llevó a recorrer media Europa, desde su base principal en Berlín, en el aeropuerto de  Tempelhof, hasta Sevilla, con una escala en Albacete.

Las tres fotos, además, tienen su interés para la historia de la aviación de Albacete, porque sitúan la fecha del primer vuelo internacional de una gran aerolínea europea en el entonces aeródromo de los Llanos en el 19 de abril de 1930, hace 86 años.

La gran carrera. Los acontecimientos que condujeron a estas tres fotos se remontan al año 1927, cuando el aviador estadounidense Charles Lindbergh demostró que era posible cruzar el Atlántico s y in escalas a bordo de un pequeño aeroplano, el Spirit of Saint Louis. Este logro desató una carrera, una competencia industrial y comercial entre empresas y naciones por hacerse con las mejores líneas aéreas entre los partidarios de los aviones y los defensores de otra clase de nave aérea, el dirigilble.

La Alemania de  los últimos años de la República de Weimar -Hitler aún no había llegado al poder- apostaba fuerte por los dirigibles que construía la compañía  Luftschiffbau Zeppelin en su factoría situada junto al lago Constanza. De todos ellos, el mayor y más moderno fue el LZ 127 Graf Zeppelin, un monstruo de casi 250 metros de largo capaz de transportar a 60 personas durante largas distancias.

En aquella época, el dirigible aún se consideraba más fiable y seguro que los ruidosos aviones.  Era la tecnología que llevaba ventaja para hacerse con un jugoso negocio, el transporte intercontinental de correo, carga y viajeros.  En 1930, un billete entre Europa y América costaba 1.500 marcos, casi 400 dólares, una cantidad que sólo podían pagar los más pudientes, pues equivalía al salario medio de un trabajador.

Para demostrar el poderío del  dirigible, el presidente de la empresa Luftschiffbau Zeppelin, Hugo Eckener, planeó una serie de vuelos épicos para convencer al público de las bondades de su tecnología. Uno de esos vuelos fue el  de la línea Panamericana, que quería demostrar la viabilidad económica de una ruta que enlazase Friedrichschafen, en Alemania; Sevilla, en España, y Río de Janeiro, en Brasil.

El vuelo partió de Alemania el 18 de mayo para llegar al aeródromo de Tablada, en Sevilla, a las ocho de la tarde. Según la crónica del corresponsal del Diario El Sol, el escritor Corpus Barga, la multitud que quería ver al gran dirigible era tal, que la Guardia Civil tuvo que montar controles y barreras en torno al aeropuerto andaluz para garantizar la seguridad de las operaciones aéreas.

Escala en Albacete. Ese mismo día, a las cuatro de la tarde hora de Alemania -las tres hora de España- un trimotor Junkers G24 de Lufthansa, matrícula D-1089, despegaba del aeródromo berlinés de Tempelhof. A bordo, iban cuatro periodistas de los principales periódicos alemanes de la época y una carga de 3.000 paquetes postales.

Estos trimotores enteramente metálicos desempeñaban un  importante papel de apoyo a los dirigibles. Iban y venían constantemente, siguiendo las diferentes escalas de la ruta prevista, llevando y trayendo suministros, viajeros, tripulantes y sacas de correo.

La misión de este trimotor era adelantarse al Zeppelin, para llegar a Sevilla antes de su aterrizaje y que sus pasajeros pudiesen cubrir el acontecimiento. El aparato hizo la ruta en tres etapas: Berlin-Barcelona, Barcelona-Albacete y Albacete-Sevilla.

Por aquel entonces, Albacete era sede de una de las principales escuelas de aeronáutica de toda España, gestionada por la Compañía Española de Aviación (CEA) en el flamante aeródromo de Los Llanos. El diario madrileño El Sol describía así las instalaciones: «responde a los últimos adelantos en este género de construcciones; situado en terreno libre, despejado, sin obstáculos que puedan impedir la enseñanza del pilotaje, mide una extensión de un kilómetro cuadrado y en él se encuentran cuatro cobertizos de construcción moderna; una nave para talleres, un chalet escuela y varias edificaciones suplementarias».

En cuanto a la escala en tierras albaceteñas, el rotativo nacional explica que su motivo era repostar combustible. Los pasajeros fueron recibidos por el director de las instalaciones, el capitán Juan Bautista Bono Boix. Una vez realizado el  repostaje, «el aeroplano volvió a elevarse, con rumbo a Sevilla».

Ida y vuelta. Tras la escala en la capital andaluza, el trimotor acompañaría al Graf Zeppelin hasta Cádiz, para verlo internarse en el Atlántico. Una vez cumplida su misión, la pequeña expedición regresó a Alemania, siguiendo la misma ruta, pero en sentido inverso: Sevilla-Albacete, Albacete-Barcelona y Barcelona-Berlin. El vuelo del dirigible Graf Zeppelin entre Europa y Sudamérica tuvo un impacto mediático internacional, y en las crónicas de la época, tanto de la prensa local como nacional, se menciona esta escala manchega como parte de una expedición que supuso todo un gran esfuerzo organizativo y logístico, así como un éxito propagandístico de lo que hoy llamaríamos la ‘marca Alemania’, que por aquel entonces se asociaba a conceptos como la eficiencia, la exactitud o la tecnología punta.

El vuelo también tuvo consecuencias prácticas, pues sirvió para inaugurar una línea regular que seguía una ruta con forma de triángulo, entre Alemania, Brasil y Estados Unidos, y que se mantuvo operativa hasta 1937. En mayo de ese año, la era dorada del dirigible llegó a su fin de manera abrupta, cuando el gemelo del Graf Zeppelin, el Hindenburg, resultó destruido en un incendio que tuvo lugar mientras intentaba atracar en el aeródromo de Lakehurst, en los Estados Unidos.

A resultas del siniestro, fallecieron 36 personas, un tercio del pasaje, lo que supuso el final de la carrera entre dirigibles y aviones, la cual se saldó con la victoria final del aeroplano.

En cuanto a la historia de este vuelo, no sólo quedó enterrada en los archivos a causa de la derrota del dirigible,   también hubo razones políticas. El presidente de la compañía Luftschiffbau Zeppelin y promotor de estos vuelos,  Hugo Eckener, fue uno de los pocos grandes directivos alemanes que se negaron abiertamente a colaborar con los nazis, de forma que se convirtió en un apestado en su país hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

En España, los acontecimientos en nuestro país también relegaron este vuelo al olvido. En 1932, la Escuela de Pilotos de Albacete cerró sus puertas ya que la crisis económica mundial hizo que el Gobierno suspendiese los contratos de adiestramiento por falta de fondos. Cuatro años más tarde, el estallido de la Guerra Civil Española hizo que el aeródromo de Los Llanos se convirtiese en una base militar, hasta transformarse, con el paso del tiempo, en lo que es hoy.

Y, mientras tanto, en una carpeta de los archivos municipales  de Albacete, sobrevivió el único testimonio de la participación de  Los Llanos en uno de los vuelos de la era épica de la aeronáutica.