La 'tumba' del Cenajo

Maite Martínez
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Una investigación arroja luz sobre la utilización de presos políticos y reclusos comunes en la construcción del mayor embalse del Segura

La tumba. Con este sobrenombre se referían al embalse del Cenajo los presos que trabajaron en su construcción. Un pantano en el que reclusos políticos y comunes redimieron condena y otros cumplieron trabajos forzados, una realidad sobre la que ahora ha arrojado luz la investigación del joven historiador murciano Víctor Peñalver que centró su tesina en este asunto, un trabajo que está aún a expensas de publicarse.

El Cenajo, a caballo entre Hellín y Moratalla, ocupa también terrenos de Socovos y Férez. Lo inauguró Franco un 6 de junio de 1963. Era una obra singular, por ansiada. Las riadas con consecuencias catastróficas eran una constante que complicaba la vida de quienes vivían en las márgenes del río Segura. En 1886 se redactó un primer plan contra las inundaciones en el valle del Segura, aunque no fue hasta 1926 cuando se planean los embalses del Cenajo y Camarillas. Tras el sangriento paréntesis de la Guerra Civil, al fin en 1943 comienzan las obras del Cenajo. Se empieza acondicionando el lugar, construyendo los servicios y caminos para facilitar el acceso a la zona donde había que construir la gran presa que sujetase el río.

Reos de Hellín y Las Minas. Los primeros trabajos fueron encargados a las empresas Destajistas Sanromán S.A. y Obras y Servicios Públicos S.A. De esta primera etapa, cuenta el investigador, queda poca documentación.

Hasta que en 1952 se pone en marcha el Destacamento Penal del Cenajo, los reclusos para estas obras llegaban de centros penitenciarios cercanos, como la prisión de La Loma que estaba en Hellín o el Destacamento Penal que existía en Las Minas centrado en la extracción de azufre.

No ha podido concretar el número exacto de trabajadores libres y presos que estaba destinados a estas obras, aunque sí ha quedado un informe médico de febrero de 1947 que alude a las pésimas condiciones que sufrían los 350 trabajadores del momento: brotes de paludismo, falta de comida y obreros durmiendo casi a la intemperie eran el día a día. Ese año se empezó a construir un poblado obrero para hospedar a los trabajadores. Tres pabellones con capacidad para alojar a más de 1.000 obreros y un poblado con lavadero, ermita, cuartel y tiendas, conformaron este complejo, donde también se erigió una casa para la administración de la obra, hoy reabierta como hotel.

El 28 de julio de 1952 se pone en funcionamiento el Destacamento Penal del Cenajo. Todo estaba preparado para que trabajadores, presos políticos y comunes, se afanaran en levantar la presa. La obra más compleja. «El proceso de industrialización y desarrollo que llevó a cabo el franquismo iba de la mano con el funcionamiento de estos destacamentos penales», explica Peñalver en su investigación. En 1944 desapareció la condición de condenado político y todos los reclusos pasaron a ser presos comunes que podían redimir condena a cambio de trabajos. La fórmula era la siguiente: el Ministerio de Obras Públicas sacaba a concurso la realización de una obra; la empresa adjudicataria solicitaba disponer de reclusos para los trabajos y el Patronato de Redención de Penas, una institución creada en 1938 que permitió ‘legalizar la esclavitud’, autorizaba su uso fijando las condiciones de alojamiento, alimentación y vigilancia.

La obra de la presa del Cenajo en sí fue encargada a Construcciones Civiles S.A. (Coviles), por poco más de 62 millones de pesetas. El proyecto sufrió diez modificados y la construcción definitiva tuvo un coste total de 450 millones. La vigilancia de los presos estaba en manos de la Guardia Civil, por lo que hubo que construir un cuartel. En el destacamento se levantó también una ermita en honor de la Virgen de los Desamparados, pues la iglesia era «una pieza más en este experimento confiado a la regeneración social y moral de los presos, que junto con la redención a base de trabajos forzados, trataba de eliminar las ideas disidentes y republicanas y exportar, tras su extinción de condena, sujetos aceptadores del gobierno militar», reflexiona Peñalver en su investigación.

La obra con más presos. No se sabe con exactitud cuántos presos redimieron condena o fueron forzados a trabajar en esta presa a lo largo de toda la obra, pero sí que hay datos significativos recogidos en esta tesina. En mayo de 1953, había en el Cenajo 123 reclusos trabajando, que representaban más del 17% de todos los presos que redimían penas en los 15 Destacamentos Penales que ese año había en España. Cabe recordar que la presa del Cenajo no es la única infraestructura que empleó trabajos forzados, son más conocidos obras como el Valle de los Caídos o el ferrocarril Madrid-Burgos, por citar otras. En la construcción de esta presa, trabajaron 7.700 obreros según los datos aportados por la Confederación del Segura en un artículo que publicó en 2013 con motivo del 50 aniversario de esta infraestructura hidráulica, en el que se alude brevemente a la presencia de presos en estas obras.

«Muchos de los presos del franquismo veían en estos trabajos una posibilidad de reducir su condena y de poder acceder a más comida», explica Peñalver, que indica que la pensión que se suministraba en los años 40 en las cárceles apenas superaba las 550 calorías diarias. Entre 1952 y 1957, explica Peñalver, por cada dos días de trabajo se les restaban tres días de condena. No todos obtenían esta ventaja, porque también había presos condenados a trabajos forzados que estaban obligados a trabajar sin obtener ningún beneficio penitenciario.

Salario irrisorio. Sí que se les pagaba un salario, pero era «irrisorio», dice Peñalver. En este periodo de los años 50 se les pagaban siete pesetas por jornada, una cantidad «ínfima» si se compara con el jornal que un bracero del campo libre podía cobrar en los años 40, que era de entre nueve y 14 pesetas diarias. Además, del salario el Estado les descontaba dos pesetas por su manutención y dos pesetas si estaban casados para entregársela a su mujer y una peseta más por cada hijo menor de quince años que tuvieran.

Construir una presa de 84 metros de altura capaz de embalsar 31 kilómetros de río, con los medios de aquella época, suponía un peligro constante para los obreros, libres o presos. En enero de 1954, el ABC se hizo eco de la muerte de tres trabajadores libres que cayeron desde una altura de 76 metros. Eran Miguel Ballesteros, un joven de 21 años de Chinchilla, y otros dos veinteañeros de Yeste, Pedro Morillas y Pedro Martínez López. En su  honor se levantó una cruz.

Relata Peñalver en su investigación que no todas las muertes en el Cenajo tenían el mismo trabajo. Si la víctima era un recluso, «la noticia no llegaba a los medios, ni siquiera en la documentación consultada». En los papeles, detalla, solo se refleja el día en que el recluso se daba de baja del destacamento penal pero sin especificar si era por condena, traslado o fallecimiento. Este investigador da verosimilitud a los testimonios que hablan de muertes de reos en el Cenajo, relatos que hablan de cadáveres sepultados por el cemento, bien porque se les caía encima mientras trabajaban en la presa, bien porque morían al ser capturados al intentar fugarse.

‘Raíces amargas’. Hubo un albaceteño, preso, que redimió condena por intento de homicidio en el Cenajo y que dejó su testimonio por escrito. José Vicente Ortuño, que trabajó nueve meses en la presa en el año 54. «Acabas de salir del infierno, eres joven y estás vivo... No mires atrás. Ahí mueren hasta los guardias», escribió al describir el día que salió de la obra, cuando fue declarado redimible. A las obras del Cenajo dedica un capítulo del libro Raíces Amargas, una autobiografía que fue best seller en Europa.

José Vicente Ortuño nació en 1933. Su madre, María Ortuño, se casó con un boxeador que fue capitán del ejército republicano, apodado Charles. Al finalizar la guerra, el padre de José se exilió a Francia y allí rehízo su vida. En Albacete se quedó María Ortuño, quien pertenecía a una familia rica de la ciudad y que con su dinero mantuvo a la resistencia antifranquista, hasta que en 1948 fue envenenada. José Vicente Ortuño culpó siempre de la muerte de su madre a su familia materna. En 1952, con solo 19 años, fue condenado a seis años de reclusión por intento de homicidio. Parte de su condena la redimió trabajando en el equipo de barrenos de la presa del Cenajo, compuesto mayoritariamente por anarquistas. Su relato habla de la dureza del trabajo, del uso de la dinamita y las perforadoras sin conocimientos previos, del riesgo de caída del hormigón lanzado a gran altura sobre los obreros que trabajaban en la pared vertical colgados con cuerdas, de ahí que la presa recibiera el sobrenombre de la «tumba».

Víctor Peñalver da verosimilitud al testimonio de este hombre, que murió en 1993 en Francia. Se lo da precisamente porque coincide con historias que ha oído en la zona, a cientos de kilómetros del exilio francés de Vicente Ortuño. Historias como las que le ha relatado la nieta de Francisco de la Rosa, un calasparreño, torturado y mutilado, que redimió parte de su condena trabajando en el Cenajo, a cuya obra volvió ya estando en libertad vigilada. Terminó suicidándose.

Si es o no cierto que existen cadáveres sepultados bajo el cemento de la presa, dice, «será difícil de corroborar», admite Peñalver. Quizás una investigación arqueológica podría despejar las incógnitas.