No hay muchas cosas de las que esté seguro sin matices. La sanidad española es una de ellas. Estoy convencido de que merece la pena sostenerla y apoyarla precisamente porque he sufrido lo que significa no tenerla. Lo que supone ir al médico -sin ser millonario- en otros países, incluyendo las dos grandes potencias del mundo: China y Estados Unidos.
Pagar un porcentaje elevadísimo de tus ingresos en un seguro que nunca es suficiente, entrar en la consulta sin saber cuánto va a costarte, desconfiar de los consejos médicos porque sospechas que el tratamiento que te ofrecen no es el que necesitas, evaluar si merece la pena llamar una ambulancia o si aguantas el trayecto en taxi, pasar la noche haciendo cuentas para ver si puedes permitirte seguir con vida... Y pasar por la vida sabiendo que una enfermedad grave, un accidente o una operación puede endeudarte para siempre.
España gasta menos por paciente con mejores resultados que prácticamente cualquier otro lugar del mundo. Mucho menos que Estados Unidos. Es un modelo eficaz, que ha colocado nuestro país entre los más longevos y los más eficientes a la hora de reducir ratios como el de la mortalidad infantil, que no es otra cosa que la posibilidad de que se te muera un hijo a los pocos meses de nacer. Estarán conmigo en que no hay muchos riesgos que merezca la pena reducir más que ese.
Hace ya muchos años, en una aldea china, pasé dos horas intentando convencer a una familia de campesinos de que en mi país la sanidad era gratuita, que te atendían casi al instante por el simple hecho de estar enfermo. No lo conseguí porque no se lo creían, les parecía imposible, propaganda occidental. Al ritmo que vamos, los españoles del futuro podrían acabar pensando que se trata de un cuento chino.