La última lección del profesor

José A. Garijo Serrano
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La retirada de Benedicto XVI en 2013 tiene una continuidad clara con el proyecto del papa Francisco de reforma de la Iglesia

Francisco I yBenedicto XVI se saludan. - Foto: Reuters

El helicóptero de Benedicto XVI abandonaba el Vaticano a las 16,30 del 28 de febrero de 2013, entre aplausos y saludos. Muchos compararon entonces la imagen con la primera escena de La Dolce Vita de Fellini, en la que también un helicóptero, que esta vez transporta una imagen de Cristo, sobrevuela Roma ante el asombro de la gente. Aquel 28 de febrero el mundo fue espectador de un acontecimiento histórico: la primera renuncia de un papa en 600 años. 

La dimisión de Benedicto XVI no se debió solo a la edad, ni tampoco a la enfermedad. En su Declaración oficial confesó algo más: que le faltaba «el vigor, tanto de cuerpo como de espíritu» para ejercer su ministerio. «Humilde pastor que no se echa atrás ante los lobos», había escrito L'Osservatore Romano (el periódico oficial del Vaticano) el año anterior, aludiendo a los recientes escándalos conocidos de la curia vaticana: traición de personas muy cercanas, filtración de documentos secretos, críticas feroces de viejos lobos. En el primer encuentro entre los dos papas en Castelgandolfo, Benedicto le entregó en mano a Francisco el famoso informe confidencial sobre la curia vaticana elaborado por tres cardenales de confianza. Y lo hizo ante las cámaras, en otro gesto de gran calado profético, para que nadie dudara de cuáles eran esas tareas urgentes de la Iglesia para las que él no se sentía con vigor. Su renuncia fue el gran puñetazo en la mesa del papa manso y tranquilo que, en un segundo, hizo saltar por los aires una visión multisecular del papado como poder y no como un servicio. Como ese sonoro portazo de Nora, la protagonista de Casa de muñecas, de Ibsen, cuando abandona el hogar familiar al final de la obra, y que sigue resonando en los oídos del público durante un buen rato. 

«Después del gran papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un humilde siervo de la viña del Señor», había dicho, sorprendido y emocionado, en su primera intervención. Ratzinger no era un hombre de curia. Antes de ser papa, vivía en su apartamento en Via dei Corridori, cerca del Vaticano, en el edificio de la Librería Leoniana. Tenía fama de escuchar a todos, pero también de aportar siempre su palabra argumentada. Su palabra no era solo «sí» o «no», sino «sí, porque...», «no, porque…». Confiaba en que la verdad no se impone por la fuerza, sino por la persuasión de las razones. Incluso cuando sabía que su opinión no sería compartida. Colaborador cercano de Juan Pablo II, pero también fiel consejero que advertía de los peligros, a veces en contra de lo que el papa pensaba. Aún estaba vivo Juan Pablo II cuando, por su cuenta y riesgo, empezó a investigar en serio las acusaciones contra Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo. No era el típico Yes-man que, por una perversa reverencia al poder, dicen siempre «sí» al superior solo por mantenerse en el puesto. Obediente, pero no sometido; discreto, pero no mudo; amigo fiel, pero no un lacayo.

Se ha hablado estos días sobre su talla académica y de su gran inteligencia. Pero quizá la historia le recuerde sobre todo por su inteligente y valiente renuncia, su última gran lección. En la Iglesia no existen cargos, sino servicios. También ser papa lo es. Cuando nos falta el «vigor» necesario para cumplir el servicio, lo más inteligente es renunciar. Su retirada se suma a las abdicaciones de grandes personajes que comprendieron que su decisión no era señal de debilidad, sino de fortaleza de un proyecto que debía continuar más allá de su persona. El mismo rey David abdica en su hijo Salomón y, de esta forma «el reino se afianzó» (1 Reyes 2,12). O el emperador Carlos V, que renuncia en 1556 en favor de Felipe II y se retira al austero monasterio de Yuste. 

La inteligente renuncia de Benedicto XVI tiene una continuidad clara con el proyecto del papa Francisco de reforma de la Iglesia. Un paso decisivo para limpiar esa «mundanidad espiritual» que «se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia» y que consiste en «buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal» (Francisco, La alegría del evangelio, n. 93). Contra la tentación de ese clericalismo perverso que nos empuja a los pastores a creernos dueños imprescindibles de nuestras Iglesias. Es curioso que los lobos de Benedicto con el tiempo han pasado a ser los lobos de Francisco. ¿O quizá no sea casualidad??