Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Estrasburgo

31/10/2022

Pasear por las calles de Estrasburgo es uno de los más intensos placeres que puede hallar el ciudadano que se siente europeo de corazón, no de zurrón. Y es que, más que una ciudad, Estrasburgo es un conglomerado de sensaciones y de leyendas en que se resumen no sólo la historia de Francia, sino también la de Europa. No en vano desde la muerte de Carlomagno, y más aún desde los 'Juramentos de Estrasburgo' (843), Alsacia y Lorena se convierten en el objeto de deseo de galos y germanos, que va a condicionar la historia de nuestro continente, primero durante la guerra de los Treinta Años, y ya en nuestro tiempo, la guerra franco-prusiana (1870) –que haría que los prusianos se las anexionaran–, la Primera Guerra Mundial –a resultas de la cual volverían a Francia– y la Segunda Guerra Mundial, que, tras la efímera reconquista por parte de Hitler, de nuevo pasarían a Francia, con ese gesto simbólico del entonces coronel Leclerc cuando, el 23 de noviembre de 1943, mandaba ceñir la bandera tricolor sobre el pináculo de su catedral, ondeando a 142 metros del suelo, como gesto del triunfo definitivo de Francia sobre la Alemania nazi.
Y es que si algo caracteriza a Estrasburgo, más allá del anchuroso y majestuoso  Rin, sobre cuya orilla izquierda se yergue, es sin duda su impresionante catedral. Por donde quiera que lleguen el viajero o peregrino la ven a lo lejos en todo su esplendor. Con su peculiar forma y su flecha única, la catedral de Estrasburgo es bastante más que una catedral; es un grito de júbilo, es una oración que sube al cielo al tiempo que un instante de gracia baja a la tierra, es un poema de piedra y de vidrio que se alza, desde hace más de cinco siglos, sobre el cielo alsaciano; un testimonio de la fe, o de la locura de los hombres. Esa flecha, puro encaje de piedra, que orienta y guía al viajero, ejerce desde el mismo instante en que éste penetra en el recinto de la ciudad una extraña fascinación sobre él, por más que por un momento determinado deje de verla, hasta que de repente, detrás de la elegante fachada de la casa Kamerzell, surge como un milagro pétreo con su flecha perdida en la neblina. Lo primero que se pregunta el peregrino es cómo pudieron hacer con sus manos y su ingenio los hombres del Medioevo semejante proeza arquitectónica, y lo segundo, cómo puede mantenerse en pie semejante maravilla luego de tantos avatares, guerras y discordias.
Capital de Europa por derecho propio y por sufrimiento, Estrasburgo, junto a sus modernas zonas de expansión, posee calles y reductos -como la Petite France- en los que uno tiene la impresión de sentirse en Centroeuropa, con la magia de sus canales, sus puentes floridos, sus dársenas y el embrujo de sus construcciones típicamente alsacianas, tan cantadas por Goethe, cuya juventud y primeros amores transcurrieron a la sombra de su catedral. Pero nada como la magia del Rin, el gran río de Europa, que desciende de la Selva Negra arrastrando un caudal marítimo más que fluvial que, desde Basilea, va marcando con sus dilatados meandros los límites de Alsacia, tornándola de paso en un auténtico vergel, y separándola de Alemania. En Estrasburgo, el Rin alcanza niveles dignos del Amazonas, y el viajero tiene ocasión de admirar el puente de Europa, hermosísima obra de ingeniería, realizada con el simbólico fin de unir en un abrazo fraterno lo que durante siglos el Destino dio en separar: dos grandes países como Francia y Alemania, enzarzados en una eterna guerra fratricida, y que, tras las durísimas lecciones de la Historia, hoy se erigen en baluartes máximos de la Comunidad Europea.
El esplendor actual de Estrasburgo lo ratifican los casi nueve millones de turistas que visitan la ciudad cada año, y que la convierten, junto a Nueva York, París, Barcelona y Venecia en los centros de atracción turísticos más importantes del mundo. Paseando por sus calles y plazas adoquinadas uno se siente plenamente copartícipe de esa entidad llamada Europa que, con sus aciertos y errores, hizo el mundo.