Como sucedió en Barcelona, ha pasado desapercibido en el resto de España. Una adolescente originaria de Bangladés se presentó el otro día en comisaría para denunciar a sus padres, que la querían casar con un desconocido. «Tengo mucho miedo a que me ocurra lo mismo que a las hermanas pakistaníes. Necesito ayuda», dijo nada más entrar, según la reconstrucción del diario La Vanguardia. Había leído una historia reciente: la de dos vecinas de Terrassa a quienes asesinaron por rechazar un matrimonio concertado.
Este tipo de noticias son un género periodístico en sí mismo en países como Francia, donde segundas y terceras generaciones de mujeres procedentes de familias musulmanas se ven atrapadas entre dos mundos. Entre el patriarcado feroz de sus países de origen y la civilización europea. Entre una vida familiar rígidamente programada por el clan… y la libertad sexual de las sociedades occidentales.
En Francia, como en Alemania, como en Suecia, los problemas migratorios más graves tienen orígenes parecidos. Empiezan con los hijos de quienes se marcharon de su país para escapar de la pobreza. Niños desarraigados que luego se hacen mayores y que a menudo se quedan en tierra de nadie con la sensación de haber heredado lo peor de dos mundos.
La esquizofrenia de dos culturas, ninguna de las cuales acaba de ser la suya, les arrastra a callejones identitarios sin salida. El desempleo y la falta de oportunidades hacen el resto. Tenemos una ventaja sobre estos países y es que tenemos su experiencia para aprender de ella, para que no nos pase lo mismo. Vamos con los suficientes años de retraso como para no repetir los mismos errores.