Antonio García

Antonio García


Divagaciones estivales (II)

01/08/2022

La elegía mortuoria hay que extenderla a los objetos que han envejecido con nosotros, no limitarla a nuestros seres queridos, admirados o simplemente conocidos. Me despido de mi viejo frigorífico, tras treinta años de fiel compañía. No es que haya dejado de funcionar, pero ciertas señales me indican que no tardará en hacerlo y no quiero alargar su agonía. No sé si atribuir su deterioro a la natural decrepitud -descartada la obsolescencia, pues no las hay tan duraderas-, a su hartazgo vital -lo cual sería una especie de suicidio- o a causas externas como el cambio climático, que hoy vale para todo. Entró en casa al mismo tiempo que yo, fue testigo de mi envejecimiento, de mis cambios de dieta y de gustos, y ahora detecto que alguna de sus rebeldías recientes -como variar a capricho la temperatura del termostato- pudieron deberse a una llamada de atención, una educada recriminación por no haberle dado todo el cuidado que se merecía, por mi abandono, por tenerlo casi vacío en ocasiones, indolencia que él vería como una falta de confianza hacia sus servicios. Solo una vez requirió de cirugía, cuando su viejo corazón, el motor que lo mantenía vivo, dejó de bombear hace unos veranos y hubo de ser reimplantado  por otro. No pudo acomodarse al nuevo cuerpo extraño, y a partir de entonces sus soponcios de incrementaron, con súbitas paradas cardiacas que debían oír hasta los vecinos. La retirada de imanes, memorandos, y luego el vaciado, debieron de hacerle sospechar que algo muy gordo se tramaba. El momento del desenchufe, que puso fin a sus constantes vitales, fue terrible. Cuando los técnicos vinieron con el reemplazo y se lo llevaron en carretilla, no quise mirar su corpachón ya convertido en ataúd de sí mismo.