Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Clases pasivas

23/12/2022

Se acerca mi quincuagésimo noveno cumpleaños (es mañana, por si alguno de ustedes quiere tener un detalle) y me asomo a mi último año de vida laboral. Pertenezco a esa casta de funcionarios adscritos al sistema de las clases pasivas, lo que significa que se nos ha dejado abierta una puerta hacia la jubilación anticipada al cumplir los 60. También que se nos permite (como a los ricos) disfrutar de las bendiciones de la sanidad privada. La pena es que nuestra versión abreviada de la sanidad privada se ha convertido también en un modo de abreviar la esperanza de vida. Es lo que tiene dejar la sanidad en manos del capitalismo. Los funcionarios nos hemos convertido en clientes indeseables para las compañías aseguradoras, que han ido depauperando sus prestaciones hasta dejarlas a un nivel que apenas garantiza la supervivencia en caso de jamacuco grave. Pero les decía que la otra ventaja de pertenecer al colectivo de las clases pasivas es que me dejan jubilarme dentro de un año, lo que representa la materialización de uno de mis sueños infantiles: que las vacaciones no se acabaran nunca. Otra cuestión es si resulta conveniente o sostenible abrirles la puerta a trabajadores con más de 30 años de experiencia y vastos conocimientos en su campo de actuación. ¿De verdad podemos permitirnos que los más expertos se vayan a contemplar las obras públicas o a plantar calabacines? El sentido común dice que no, pero el Estado (de momento) dice que sí. Todo es una cuestión de números. Entre trienios, sexenios y demás, los funcionarios de más edad salimos mucho más caros que el personal interino, precarizado hasta el límite en los últimos años. Y además somos gruñones, contestones y, en general, poco dóciles. De modo que a la porra con nosotros. Pues vale. De hecho, ya tengo localizada una obra preciosa que me dedicaré a contemplar para entretener las infinitas horas de mi ocio.