Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Los placeres intelectuales

19/03/2022

Hace más de una década, en la estación de Atocha, compré El genio del cristianismo de Chateaubriand. Había leído maravillado sus Memorias de ultratumba y en el entretanto su Rancé. Chateaubriand no padece vergüenza por hacer pública su fe -no es vergonzoso creer con Newton y Bossuet, con Pascal y con Racine-. Se recrea en «la pintura de los antiguos días» y admite «los placeres intelectuales [que] son también secretos». El cristianismo procura en el joven escritor un sacudirse de un pesado lastre, como si su literatura sólo pudiera redimirle atacando nuestra primera y común levadura. El paso del tiempo, cuando ya parece tener su sitio (me refiero a su sitial vital; el escritor gana un modo de vivir -ajeno al éxito) hace que el literato regrese, casi como un deber, a las aguas, misterio de la Escritura -San Ambrosio, bendita el agua para el bautismo, le conferirá el misterio de la Creación, el Diluvio, el paso del Mar Rojo, la Nube, las aguas de Mara, Naamán y el paralítico de la piscina-. En ese regreso, que antaño acriminaba, hay ahora una gran naturalidad y mejor provecho para incorporar a la escritura y al estilo propio, ese instinto de la patria que es el cristianismo como civilización. Ocurre, al decir de Chateaubriand, que el hombre, tarde o temprano, sufre el mal del país, y se rebela al observar «el campo paterno cubierto de malezas o entregado a un arado extranjero» -y esa rebelión se amerita, no cuando uno quiere, y sí casi en modo desordenado, al acaso, como un placer que se lleva en secreto y que ya se hará para siempre presente en la creación menor del escritor-. No me refiero a una prosa de corladura y sí a un incorporar a la creación literaria el ornamento del gótico -modillones árabes, sofitos con nimbos, galerías con columnitas, ojivas y trilóbulos- que provoca en el escritor un renovado apego a su patria o civilización. En la introducción que hace Javier del Prado de El Genio del cristianismo lo explica de forma muy precisa: el Cristianismo como principio vital de la inspiración y, por consiguiente, «de la creación artística, literaria y, si se me permite, moral y ontológica del hombre» -principio que muchos atesoran, como un grande placer secreto-.