Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Isaías

05/03/2022

En estas horas y cuando los perros de la guerra modifican fronteras y tuercen nuestra moral antigua, releo como una rareza a Oriana y las memorias de Mitterrand. ¿Qué hubiera escrito la Fallaci de esta guerra que heredarán los jóvenes? ¿Qué afanes hubiere conciliado Mitterrand con la Alemania que quiso unificada como un alto deber político y moral? Mitterrand cita con frecuencia a Felipe González -el último patriota- y desvela (en realidad un dictado de soberbia) todo un código de diplomacia añeja. Va roturando, línea a línea, a través de discursos oficiales y en declaraciones a periódicos regionales (!) la política compleja que nació en Yalta -cuenta reuniones privadas y resulta divertido a propósito de Margaret Thatcher-. No me resisto: «Margaret Thatcher, resignada, se inclinó a su modo, que consistía en presentar sus disgustos bajo una luz gloriosa». Y culminando la reunificación, el presidente francés, a propósito de quienes se cuelgan medallas ajenas, remata: «Así opera hoy la piedra filosofal que transforma tan a menudo, en la política ordinaria, un fracaso en un éxito. Este le resultó mucho más fácil, pues ya tenía práctica en este tipo de alquimia al cual se entregaba cada vez que regresaba de una cumbre europea en la que sus tesis, habitualmente rechazadas, le valían en su país, después de un discurso de orgullo y acento en la Cámara de los comunes, verdaderos triunfos romanos». En otro momento hablaremos de las memorias de la Thatcher donde Mitterrand es tratado con un deje de antipatía, pero es fácil colegir (además de inútil e impertinente) que la respuesta al zarpazo ruso habría sido distinto al aquietamiento culpable de nuestro magnífico Occidente hoy ardiendo en la llama de la idolatría y el más decadente paganismo. La última Fallaci, la de La rabia y el orgullo, comida de cáncer y apurando su escritura, no les perdería la cara a los perros de la guerra -«Y esos perros ansiosos son insaciables; y los mismos pastores no supieron entender; todos ellos miran a sus caminos, cada uno a su provecho, cada uno por su cabo»- y terminaría por cerrar, junto con otro canceroso de Francia, el libro de nuestro paupérrimo Occidente, condoliéndose con Isaías.