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En apenas unas décadas, el crecimiento de nuestros jóvenes ha adelantado una barbaridad, como las ciencias del cantable. Esto se hace más notorio en las niñas que desarrollan antes los pechos o adelantan su menstruación, precocidad preocupante para los expertos que auguran riesgos de salud a largo plazo entre las púberes canéforas.
Tampoco se requería de un estudio detallado cuando a la vista está que, de unos años a esta parte, los adolescentes nos sacan una o varias cabezas, componiendo una paradoja andante de espíritus frágiles, inseguros, inmaduros con resabios de infantilidad, embutidos en un cuerpo de gigante o neumático de matrona. Si ya era dificultoso el diálogo y la comunicación entre padres e hijos, ahora lo es mucho más porque a las diferencias de edad se suman las de estatura que nos obligan a levantar la cabeza para entrar en contacto, y ni así, pues ellos siguen esquivando la mirada. Del otro aspecto del binomio, el crecimiento espiritual, no hablan los estudios. En contraste con el tirón físico, ostensible para los sentidos y medible con cinta métrica, el alma del adolescente constituye, a la fecha de ahora, un arcano insondable. Tiende uno a pensar, cuando ya ha escapado de esa ominosa edad y se ha instalado en la cómoda madurez, que nuestra experiencia, válida para establecer contrastes, nos ayudará a explicar o a comprender ese misterio en que consiste la adolescencia, un híbrido de felicidad y tortura, de luces y sombras, de generosidad y egoísmo. Es inútil. Sabemos cuánto miden por fuera pero ignoramos su estatura interior: no hay ciencia para medir ese transitorio tumulto de emociones. Son gigantes alienígenas, de los que solo cabe esperar que se transformen cuanto antes en humanos.