Antonio García

Antonio García


Aplauso

14/02/2022

El jueves pasado la presidenta Díaz Ayuso fue muy aplaudida en la asamblea de Madrid, lo cual no sería noticioso si no fuera porque los aplausos procedían de la bancada de la izquierda. El motivo fue que se había desmarcado de Vox en el asunto de la inmigración. En los anales del aplauso este es un caso insólito, porque es un aplauso al contrario, del que hay pocos registros -sí los hay, alguna vez, en el fútbol, si bien en ese ámbito el aplauso al equipo contrario funciona como castigo al equipo casero-. El aplauso como código sonoro y significativo tiene su casuística, su ritual, su disciplina. De origen es una manifestación celebratoria, de agradecimiento, en homenaje a una labor bien hecha: el que se da, por ejemplo, a los artistas al final de una interpretación.  De ahí se ha pasado al aplauso narcisista, que es aquel en que el grupo se aplaude a sí mismo: con motivo de la aprobación de la reforma laboral, el equipo gubernamental fue pródigo en aplausos de este tipo, rubricados con carantoñas diversas, y cuando Pedro Sánchez fue recibido entre aplausos, después de un viaje a Bruselas, no encontró inconveniente en sumarse al aplauso que le destinaban. En nuestra condición de alucinados testigos hemos registrado aplausos a los muertos, a los animales, a las obras recién inauguradas. Durante el confinamiento asistimos a una variante especial, el aplauso inducido, pavloviano, que a su vez era devuelto por los homenajeados, estableciendo así una retroalimentación de aplausos de ida y vuelta. En cualquier caso, estamos saturados de aplausos y esa prodigalidad les ha hecho perder su sentido. Los maestros zen se preguntaban por el sonido de una sola mano aplaudiendo. A nuestros políticos les sobran manos.