De vez en cuando recibimos una lección ajustada del buen uso de las palabras, teniendo en cuenta que de ellas depende el valor exacto de cuanto decimos de las personas, animales o cosas que nos rodean. Y lo primero que afirmamos de nosotros mismos es un nombre bautismal para llamarnos, igual que decimos de ese animal que es un perro, o de aquella figura plantada en el paisaje a la que llamamos árbol. Porque todo cuanto existe tiene un nombre o no sería de este mundo. De ahí que, cuando nadie nos llame, será que definitivamente nos hemos ido. Y, por eso, la señora presidenta de nuestro Senado (después ministra de Justicia y borrado sea su nombre dos veces del santoral vigente) ha querido prohibir el nombre de una calle conocida como de Calvo Sotelo en la localidad de 155 habitantes, Camporredondo, en la provincia de Valladolid. Porque tal rotulación hace referencia a Franco, ya muerto y enterrado.
No obstante, el alcalde de Camporredondo, don Javier Izquierdo, consciente de su cargo y conocedor del buen uso de las palabras, no atenderá el requerimiento que le formulan desde Madrid. Pues él sabe que no encaja el calificativo de «franquista» en ninguno de los dos «Calvo Sotelo» a quien puede referirse la presidenta del Senado y después ministra de Justicia. Porque, en primer lugar, don José Calvo Sotelo murió antes del alzamiento de Franco; y don Leopoldo Calvo Sotelo fue presidente constitucional del Gobierno de España entre 1981 y 1982.
Alcaldes así (aireado sea su nombre) dan brillo a la democracia.