Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Calvos

04/02/2022

No sé si se tratará de otra pandemia (esta más sutil y silenciosa), pero vengo observando que en el lugar donde trabajo cada vez hay más calvos. Y no me refiero solamente a los compañeros de edad avanzada, es decir, a aquellos de cuyos cráneos la alopecia se ha enseñoreado como resultado natural del paso inexorable de los años, con los estragos físicos que ello comporta. Hablo, sobre todo, de gente de mediana edad e incluso relativamente joven. Y este es un asunto que me trae de cabeza. Parafraseando el comienzo de una célebre novela, se podría afirmar que los calvos lo son cada cual a su manera. ¡Ah, pero eso era antes! Los había con entradas laterales; los había con una única entrada frontal más o menos ancha y profunda; estaban los calvos de coronilla cuya escasez capilar imitaba una tonsura monacal. Luego estaba el clásico calvo modelo José Luis López Vázquez, es decir, el calvo hispánico de toda la vida, que acostumbraba a suplir su escasez de pelo con un espeso bigote. Estaban los calvos que salían del armario y aquellos que se avergonzaban de su calvicie e intentaban disimularla por medios diversos, ya fuera la «ensaimada» de Anasagasti o el socorrido peluquín. En fin, había calvos diversos y fácilmente identificables. Ahora, en cambio, todos los calvos son iguales, como las familias felices. Se trata de calvos integrales, pues han aplicado el principio de que para lucir poco pelo mejor es cortar por lo sano, y sometido su cuero cabelludo al rigor de la cuchilla de afeitar. El resultado es este desfile de cráneos relucientes y totalmente anónimos que, unidos a las mascarillas, hacen que me resulte imposible distinguir a unos compañeros de otros. Les pediría que se identificaran con una pegatina en mitad de la frente, pero temo que piensen que me estoy mofando de su desgracia. 

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