En los comienzos del siglo XX, Europa sufrió la llamada Gripe Española, de gran mortalidad. Terminada la Guerra Civil en España, la Segunda Guerra Mundial arrasó casi toda Europa y parte de Asia y África. Después llegarían epidemias como la viruela, la tuberculosis, el sarampión, la tosferina y otras enfermedades víricas y bacterianas, con todas sus variantes, que duraron hasta casi la mitad del siglo. También es cierto que para afrontar esas epidemias surgieron genios como los doctores Fleming y Trueta, que con la penicilina y los antibióticos el primero y el gran avance de la ortopedia el segundo, dieron un paso de gigante en la ayuda de millones de enfermos de tuberculosis y mutilados de guerra.
Durante la segunda mitad del siglo XX, Europa, e incluso Asia, África y América, parecía que hubieran aprendido la lección, y vencido y desarmado el nazismo, así como con la cura de humildad que recibió Japón con la Bomba Atómica, hubieran obrado el milagro de que las grandes potencias entendieran que, con el enfrentamiento bélico, se marchaba directamente a la debacle. Y durante un tiempo, el mundo civilizado ha disfrutado de avances técnicos y de todo tipo que hicieron de las relaciones entre los países una realidad capaz de acabar con las guerras de exterminio que tantas vidas habían costado en los primeros años del siglo, a través de personajes tan siniestros como Hitler, Stalin, y el emperador japonés Hiro-Hito y su Imperio del Sol Naciente.
Pero en los albores del Siglo XXI, con Vladimir Putin ha surgido un nuevo y siniestro personaje que vuelve a enfrentar medio mundo contra la otra mitad. La experiencia del siglo XX de poco ha servido a los nuevos genocidas. Y es que parece cierto que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla.