1976. De la tragedia española a la muerte del Rock

Carlos Dávila
-

1976. De la tragedia española a la muerte del Rock

Potasio Montalvo fue el último alcalde rojo de Cercedilla, provincia de Madrid. Cuando los nacionales llegaron a la provincia y luego a la capital, que volvía a ser del Reino, Potasio tomó una sublime decisión que escribiría Miguel Mihura: se confinó, construyó a toda prisa un zulo en su casa y dijo a sus familiares: «De aquí no salgo hasta que vuelvan a ganar los míos». Y a fe que cumplió su aviso... aunque no del todo, porque los «suyos» no fueron los que volvieron exactamente en 1976, pero el topo se metió en el agujero hasta que, ya cumplidos los 77 años, abandonó su escondrijo: fue el último resistente de la rojería. Y la verdad es que sus principales prebostes, que no habían estado precisamente en refugio alguno, volvieron a España antes de la salida de Potasio: Alberti, Dolores Ibarruri La Pasionaria y su nieta, una belleza de desfile, Victoria Kent, Federica Montseny, Ramón J.Sender, Sánchez Albornoz, Guillén que se había despachado en rimas feroces contra Franco, aterrizaron en Madrid. Alberti fue pronto diputado por Cádiz y tomó posesión de su escaño en las primeras Cortes democráticas, más tapizado que vestido con una chaqueta florida que se asemejaba al cobertizo de un sillón. 

España había dejado su poltrona de la paz franquista («25 Años de paz», cantaban los carteles de Fraga) y se encontró con una convulsión sin precedentes: un par de estudiantes caía en la calle, víctimas de las balas policiales; los asesinos del franquismo irredento que apadrinaba un ser pícnico y chusco, García Carrés, mataban a cinco abogados, comunistas en puridad, en Atocha, en Madrid; el Grapo, inyectado con algún pseudoterrorista que era en realidad agente de la Seguridad del Estado, secuestraba al general Villaescusa (también al «rico», palabras de su reivindicación, Oriol); y ETA iniciaba toda una razzia criminal que no iba a cesar hasta que Zapatero, ya en el 2010, convirtió a los homicidas en parlamentarios del Estado. También los nostálgicos del búnker se rasgaron las vestiduras cuando una tarde de Viernes Santo, Alejo García, un popular periodista, sin voz ya para la ocasión, anunciaba entre vahídos: «El Partido Comunista de España ha sido legalizado». Carrillo, consciente de que no se le perdonaba la matanza de Paracuellos, trató de tranquilizar al personal con esta promesa: «Únicamente venimos a meter la democracia en la cesta de la compra».

Aquí, los chicos a la sazón lloraban la muerte de Cecilia («España, camisa blanca de mi esperanza...») y se estremecían, haciendo huelga de rock el día que se enteraron de que el ídolo de la multitud, Elvis Presley, se había dejado la vida entre barbitúricos de todo jaez, acostado con su mejor canción: Heartbreak Hotel, su primer número en las listas de los principales. Se fue en agosto Presley, una vez que -digo- se quedó tranquilo sin drogas en su contra. Perdimos a Elvis y se quedó La voz, Frank Sinatra, un enemigo testarudo de Franco al que le echaba las culpa de los devaneos infieles de su novia Ava Gardner. Él y otras gentes del mundo mundial se quedaron pasmados constatando cómo en junio, el 14, los españoles nos habíamos dado a las urnas sin pegarnos como verduleras. Suárez le madrugó el triunfo al PSOE pudiendo prometer lo que prometía, y el Alfonso Guerra de entonces, sañudo y visceral, sentenció: «Los electores se han equivocado». Suárez llamó a rebato a rebufo de la victoria de su UCD de pacotilla y se inventó Los Pactos de La Moncloa, con una inflación del 22 por ciento y un paro cercano al 30 por ciento de la población.

Había realmente muy poco espacio para buenas noticias y las que lo eran pasaban desapercibidas para el público en general. Por ejemplo, aquella de la Academia Sueca que concedió el Nobel de Literatura a un poeta español del 27, Vicente Aleixandre, al que, como decía irónicamente un colega de la Real Academia: «No le habíamos leído nunca ni nosotros». Era Aleixandre un solitario pertinaz, surrealista le llamaron alguna vez, cuya obra más inteligible fue, creo: Retratos sin nombre. Cela, después también Nobel, se paró de su segundo viaje a la Alcarria y le envió un zurriagazo de los que duelen a su compañero de Letras: «La Academia suele dar el Premio a los que no les entiende ni el jurado». Genio y figura. Cela se arrepentiría de lo dicho. Solo el ABC y su periodista más culto, el exdirector Luis Calvo, le dedicaron una glosa al galardonado. Más vale que no lo hubiera hecho.

Y es que los periódicos estaban verdaderamente en otra cosa. Algunos recién llegados en esquivar bombas, como el estrenado Diario 16 al que le enviaron un paquete explosivo desde, se supuso, la ultraderecha feroz que abominaba del rumbo que seguía un diario que, ¡oh, asombro!, pertenecía a la UCD, partido al que sin embargo fustigaba sin piedad. Mensualmente, el tesorero de Suárez, marqués de Casa Pizarro, enviaba los correspondientes dineros a un Juan Tomás de Salas, editor, que comentaba con los íntimos. «Estos no saben con quién se están jugando los cuartos». Pues sí: parecía que no lo sabían. Otra publicación visitada por los pistoleros fue El Papus, revista satírica y neurasténica, según propia confesión, que se acabó por lisis en 1986 y que cerró con un sinfín de juicios que, en opinión de su asesor jurídico, «hace que tengamos una cama mueble en los Juzgados de la Plaza de Castilla».

Los tiros y los artefactos, desde luego, no cesaban en aquel año trágico. Los independentistas violentos de Terra Llure colocaron una bomba en el pecho del exalcalde de Barcelona, Viola, y de un industrial, Bultó, y ETA a lo suyo, secuestró y después asesinó con suma brutalidad a un vasco prototipo: Javier Ibarra. Nació por entonces una réplica cutre del contraterrorismo de Estado que fue denominada primero La Triple A, remedo de sus correspondientes argentinos, y luego El batallón Vasco Español. Se trataba de unos antiguos pieds noirs franceses a los que el Ministerio del Interior pagó el letal encargo muy generosamente. Don Juan Carlos, en estado de alboroto permanente, intentaba frenar ímpetus revolucionarios por una parte, y calmar a la ralea franquista por otra. Encontró desde luego el apoyo de su padre, el llamado por los monárquicos de estirpe Juan III, que un día, emocionado, cedió sus derechos dinásticos al hijo;. «Todo por España», proclamó.

No faltó de nada en aquel año de drama sostenido. Hasta se produjo en el aeropuerto tinerfeño de Los Rodeos el accidente más espantoso de la historia de nuestra aviación. Resultado: 575 muertos. Los emigrantes de Alemania y Suiza también volvían a España y por ahí fuera sucedía que el tren de todas las novelas policiacas que se han escrito en el mundo, el Orient Express, clausuró su catenaria. En protesta, Agatha Christie decidió morirse, casi al tiempo del monstruo conocido por Mao Tse Tung, el autor de la Revolución Cultural que diezmó a China. Aquel año desapareció el águila de la bandera nacional y algunos analfabetos titularon así: «El pajarraco de Franco, borrado». No era tal pajarraco, era una imperial ave de presa, eso sí, que Gonzalo Fernández de Córdoba, en nuestro imaginario cinematográfico Jeromín, diseñó para sus jefes los Reyes Católicos. ¡Ah!, y eso sí: el escote de Rocío Jurado paralizaba el país mientras ella entonaba su sublime Como una ola: «De espuma blanca y rumor de caracolas», rezaba. La vida española en el 76 no era una ola acariciadora; era un tsunami arrollador.