Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


La cama

07/10/2022

La percepción de lo cotidiano cambia conforme la vida nos arrastra corriente abajo. Tomemos, por ejemplo, la cama. Para los niños la cama es una mezcla de patio de juegos y sala de cine. Es el cuadrilátero donde se pelean con sus hermanos y la pista en la que ensayan sus primeras acrobacias. Es el sitio donde aguardan el cuento que sus padres vienen a leerles por la noche. Y luego, cuando las luces se apagan, se convierte en el escenario de ese cine interior que son los sueños. Mi infancia es la cama en la que dormía en casa de mis abuelos, con su colchón de lana sobre el que te sentías como Heidi sobre su nube. Los adolescentes, en cambio, usan la cama como plataforma de ese sexo autoadministrado que se conoce como masturbación. En mi generación muchos guardábamos ejemplares de Lib y de Playboy entre el colchón y el somier, en espera de esa hora feliz que llegaba cuando la casa se quedaba en silencio, y procedíamos con la esperanza de que nadie oyera aquel ñiqui ñiqui tan delator de las camas de antaño, para luego hundirnos en aquel sueño tan profundo que era casi un coma, del que tenían que despertarnos a grito pelado porque se hacía tarde para el instituto. Luego vendría la cama compartida con la pareja, la cama como escenario de escarceos sexuales, el «creced y multiplicaos», la cama de la que había que saltar cuando el bebé lloraba… Todas esas camas. Hasta llegar a la cama de la madurez, la de los achaques y los dolores de espalda, esa cama que cada vez se parece más a la de un hospital. Y por fin esa cama última al final de la vida. Y así podemos contemplar la existencia como una sucesión de camas. Por cierto, hace unos días yo me caí de la mía y me pegué un gran batacazo. Espero que no sea premonitorio.

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