El escritor excéntrico

Javier Villahizán (SPC)
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A pesar de su fama de huraño, solitario y gruñón, y de su aspecto embozado, Pío Baroja fue un aventurero que ejerció de médico, invirtió en Bolsa, fue corresponsal en Tánger y recorrió media Europa

El escritor excéntrico - Foto: EFE

Contrariamente a lo que pudiese pensarse, Pío Baroja (San Sebastián, 1872-Madrid, 1956) era un escritor de acción, de aquellos que les gustaba estar en todas las guerras, es decir, el típico autor que además de imaginarse mil y una batallas en su cabeza y de encerrarse en su despacho para contarlas le agradaba disfrutar de las aventuras literarias y no tan literarias que le proporcionaba la vida. 

Sin embargo, el imaginario colectivo tiene en su memoria la de un autor vestido siempre de negro, con sus habituales lentes redondas, su perenne calvicie y su gran nariz. Eso sin contar con una cierta consideración de huraño, solitario y tendente al sedentarismo, lo que ocasiona entre sus lectores, incluso 150 años después de su nacimiento, una cierta tendencia contradictoria sobre su persona, cuando no una imagen despectiva.

Como él mismo decía: «Se me ha pintado como alto y bajo, como rubio y moreno, como esquelético y como hombre de una obesidad monstruosa. Así he sido yo para algunos anarquistas, conservador, reaccionario, imperialista, racista, enemigo del pueblo, partidario de la aristocracia, bueno, malo, impío  y hasta piadoso». Pero, ¿cómo era realmente Baroja? 

No cabe duda que era un aventurero. Incluso él mismo llegó a decir en alguna ocasión que se había aburrido de todo y que lo único que el atraía eran sus lecturas sesudas de Schopenhauer, Nietzsche, Dostoievski o Stendhal y escribir; hasta recibir visitas le hastiaba.

«La vida burguesa no me produce el menor entusiasmo. Las diversiones no me gustan nada. He sido médico de pueblo, industrial, bolsista y aficionado a la literatura. Había conocido bastante gente. El ir a América no me seducía. Llegar a tener dinero a los 50 años no vale la pena para mí. Quiero ensayar la literatura y vivir con ilusión», llegó a escribir cuando solo tenía 26 años. 

Una juventud viajada

La vida de don Pío es cuanto menos curiosa. Nacido en la burguesa ciudad de San Sebastián, Baroja estudió Medicina en Madrid, ejerció de facultativo en Cestona y fue gestor ocasional de la panadería Viena Capellanes en la capital, un conocido establecimiento que proveyó a la Casa Real y que fue heredado de su tía Juana Nessi. 

Ello se completa con los continuos traslados de su familia de ciudad, así como sus frecuentes viajes por España y Europa, llegando a residir en una docena de países. Incluso estuvo en Tánger como corresponsal para El Globo en la guerra de Marruecos.

Una realidad muy alejada de esa imagen final del literato paseando por el Retiro casi embozado, con la bufanda tapándole la boca y la boina bien calada y rehuyendo de todo el que se le acercaba, excepto de sus amistades de la Generación del 98 y de sus amigos intelectuales.

Su templo

En sus últimos años solía recibir a sus diversos admiradores, entre los que se encontraban Camilo José Cela, Juan Benet y Ernest Hemingway, en su piso de la calle Ruiz de Alarcón de Madrid, donde atesoraba  30.000 volúmenes.

La casa del escritor de Zalacaín, el aventurero en el barrio de los Jerónimos era un auténtico templo dedicado a su persona. Como describe Benet durante sus interminables visitas al literato, la vivienda era un lugar perfecto para Baroja, un espacio huraño y oscuro -como él- donde Pío se sentía completamente satisfecho con su salón enorme y poco iluminado, a pesar de sus tres balcones, sus estanterías de libros, sus cuadros de Ricardo Baroja y el elemento principal de la sala: un hundido y mullido sillón.

 Como no podía ser de otra forma, el escritor vasco fallece en su casa madrileña un año después de haberle diagnosticado un grave proceso de arterioesclerosis y tras una delicada caída que le supuso una fractura del fémur. 

Tras su muerte, Pío Baroja pasó a ser considerado uno de los autores más gruñones, pesimistas y malhumorados de las letras españolas. A pesar de esa supuesta mala fama sobre su persona, el autor lega a la literatura universal algunos de los títulos más inmortales de un creador que ofreció lo mejor del realismo y del naturalismo urbano, un escritor que se abrió a la aventura, a las finanzas, al periodismo y a la leyenda. La busca, Zalacaín, el aventurero, El árbol de la ciencia, César o nada y Memorias de un hombre de acción son solo algunos ejemplos de su excelsa obra, compuesta por 120 libros.

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