Antonio García

Antonio García


Cascarrabias

29/08/2022

El cascarrabias Eloy Cebrián –que así se autodefine con añejo vocablo- vuelve a cargar contra las fiestas patronales, una tradición tan suya como el artículo estacional antitaurino de Vicent, y tengo que suscribir cada punto de su rabieta, matizando acaso que también nosotros, en algún momento lóbrego de nuestras fatigadas biografías, antes de alcanzar el status de cascarrabias, cenizos, aguafiestas malaleches, hemos pasado por esa fase de gañanes –otra entrañable palabra- alcoholizados, en otros contextos y paisajes. Aclaro que era el nuestro un gañanismo ilustrado en que la ebriedad estaba orientada a nobles fines. Lejos de aprovechar esa tesitura briaga para arramblar con el mobiliario, pinchar entidades del sexo contrario, mucho menos para maltratar animales, el alcohol era la herramienta que descorchaba la espita de la locuacidad. Nuestra arma de sumisión química, antes que el pinchazo, era la palabra, charlatanería galante con la que no nos comíamos un rosco, por supuesto, de modo que usábamos ese excedente lingüístico para hablar de literatura, poner verdes a los colegas de pluma, ridiculizar a los poetas telúricos, lapidar a los viejos, los mismos en que nos hemos convertido nosotros ahora para servir de diana a los que vienen detrás. Uno ha arribado a esa edad inhóspita en que le cuesta mucho asumir la diversión de los demás, estado confuso en que se mezcla la envidia con la resignación, la perplejidad con la irritación que da a veces para una pataleta reivindicativa, pero ni harto de vino volvería a recorrer los mismos trechos gañanescos, entre otros motivos porque no tiene el cuerpo ya para fiestas y uno ya se lo ha bebido todo.