Antonio García

Antonio García


Bob Dylan

24/05/2021

El Bob Dylan de 20 años era un viejo en espíritu: mientras el rock naciente bailoteaba con sus inocuos temas de chicas, amoríos adolescentes, coches y playas, el joven Dylan se acogió al folk adulto que plañía baladas de asesinatos, injusticias sociales o lamentos existenciales al ritmo de una guitarra de palo. A los 80, ya viejo biológico, ha cerrado el círculo volviendo a esos temas de raigambre tradicional, a lo que añade una veta de crooner.  Una vida proteica como la suya da para muchas encarnaduras y permite escoger entre tanta riqueza, como entre épocas de Picasso o en una carta de vinos. A mí particularmente me interesan poco los comienzos y las postrimerías y prefiero el meollo, las dos décadas comprendidas entre la trilogía lisérgica y el misticismo de Infidels, su último gran disco hasta el resurgir de  Time out of mind. Con el cambio de siglo, dejó de componer, espaciando discos que pese a llevar su firma no eran más que asedios al cancionero americano, intercalando incursiones en sus monstruosos archivos que ya ocupan en su discografía más que los discos oficiales. Las rentas acumuladas le bastan para instalarse en la molicie creativa, aunque no interpretativa: solo la pandemia rompió su ritmo de conciertos, a razón de un centenar por año, eso sí, cada vez más chapuceros. Ha sobrevivido a muy fundadas acusaciones de plagio, a un premio Nobel, y a la canonización de sus devotos, una masa acrítica que encumbra hasta medianías como Rough and rowdy ways, su afónico canto de cisne. En su mejor canción, Not dark yet, hablaba de una oscuridad que, aún no alcanzada, se presiente. Mientras llega, celebramos su vida y su obra y confiamos en otro milagro de la primavera.