Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


El tren

29/05/2021

En un apunte a propósito de la Carta a los Romanos, el entonces cardenal Ratzinger, habló de «la liberación de la estrechez del yo y de la ceguera de las meras opiniones» y, desde esa definición de la fe, proscribió «la calma que ya no tiene ningún objeto, resultando nula y vana». He escrito mucho sobre Ratzinger (en el platillo de mi balanza está el haberlo leído casi todo -desde sus estudios bonaventurianos a la doctrina de san Agustín; sus notas preparatorias como perito conciliar y acompañante del cardenal Frings, hasta su conmovedora enseñanza de la liturgia, su belleza y profundidad barroca (yo creo que un poco bizantina)- fundamentalmente por el bien que me hizo leerlo a diario -era un bálsamo para el salvaje fascinado por una música que no entiende, pero que no duda en saber que cura-. Sé que está muy enfermo y que apenas habla. Para mí, san Agustín es de una beligerancia extrema (el mismo Agustín que acuñó el «tolerar en aras de la paz») en la defensa de la fe -y esa misma beligerancia la transmite san Pablo en la Carta a los Romanos -quiero decir que es imposible, desde la creación literaria, no apreciar, de inmediato, la creación (y su traumatismo)-. Durante años leí a Ratzinger como el que toma una medicina y me cuidé de anotar su lectura con un lapicero de grafito; admiraba su decir tan preciso y tan calmo, pero jamás atisbé que dejara extinguirse los asuntos complejos en calma; admiraba su lenguaje virtuoso, el dominio de los tiempos verbales, su invitación permanente en busca de respuestas. Mueve a asombro el poder leer sus homilías, como si uno estuviere allí en Múnich o en Innsbruck, imaginando el efecto de sus palabras -quién sabe-; quizá muchos le escucharon como un deber fastidioso; pero más de uno se dejaría arrullar, entendiendo poco o nada, al sentir la farmacia episcopal que serena la mar agitada y favorece la rota de la embarcación ayer desarbolada. Algunas noches, cuando la conciencia remuerde, echo de menos aquel tiempo, cuando era fácil conciliarse en la humildad del pedir y la capacidad de regalar virtuosamente, y mi débil lapicero se hacía fuerte (el afilado lo gastaba, pero a costa de hacer grande y más grande el grafito, despojado de su ceniza). Es difícil subir de nuevo al tren que llevaba al salvaje sereno. Y ciego.