Antonio García

Antonio García


Ridículo

01/03/2021

Recojo el guante de Eloy Cebrián y rememoro un episodio bochornoso de mi vida, que ha sido prolífica en ellos. De todos modos, parafraseando a César Vallejo, el momento de mayor ridículo no ha llegado todavía y cuando venga lo recibiré con la misma rubicundez que los anteriores, pues para ciertas cosas uno nunca termina de madurar. En el trance de recordar el suyo, Juan Benet narra la ocasión en que se le puso delante un papel oficial para que lo firmara y se vio acometido por un formidable e inoportuno estornudo que dejó un lamparón de moco sobre el documento. El momento de tierra trágame a mí me llega en el instituto, en un aula con mesas formando hileras. La silla que tengo al lado está desocupada. Cuando entra la chica más guapa, como siempre con retraso, avizora el panorama en busca de un sitio libre, y enfila el pasillo en dirección a mi mesa. Como no concibo que una chica tan esbelta y donosa quiera sentarse a mi lado, deduzco que lo que quiere es la silla, así que la alzo como un titán, y se la ofrezco galantemente en el aire, no sin antes golpear la cabeza del que está delante. El profesor me interpela («Pero ¿qué está haciendo, García?»), la víctima del topetazo me mira con odio y la chica, tras un lapso de estupor, se carcajea, con esa risa que solo saben producir las diosas antes de fulminar a sus súbditos y que contagia al resto del grupo. «¡Ahora la mesa!», escucho decir al gracioso de turno antes de sumirme en la miseria. El sentido del ridículo, que es con propiedad el sexto, está mal repartido: unos carecen de él, y otros, en compensación, lo tienen muy desarrollado, hasta el punto de convertirlo en dominante.