Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


¿Volver a Rousseau?

23/01/2023

Los nefastos efectos de las nuevas tecnologías sobre nuestros hijos y nietos son ya un hecho. Los móviles, internet  y toda la retahíla de inventos –como antaño la televisión–, están haciendo estragos en sus tiernos cerebros, trocando en juego toda esta tecnología que, de hecho, nos ha abocado de lleno hacia una nueva Edad imprevisible por cuanto que al final el monstruo ideado por el doctor Frankestein invariablemente termina devorando a su ideador. Todo lo fiamos a la todopoderosa máquina que nos acompaña doquiera que vayamos: nuestros datos personales, nuestra vida entera, incluyendo nuestra memoria y hasta en muchos casos nuestros sentimientos.
Pero si grave resulta la presencia de este devorador de conciencias en los adultos, no digamos en el caso de nuestros pequeños indefensos, incapaces de entender que esos móviles de última generación tienen el peligro de un boomerang, no por el instrumento en sí, sino por la dependencia absoluta a la que sutilmente se les somete.
Decía Rousseau, en ese magnífico tratado sobre la educación que lleva por título Emilio, que el hombre nace bueno en medio de una sociedad podrida, que no tarda en inocularle sus vicios y taras hasta contagiarle. Ante ese peligro, la única educación válida, como muy bien sigue diciendo el ginebrino, consiste en preservarlo en lo posible de las asechanzas que le acechan por doquier. De ahí que se le asigne un preceptor que no sólo lo protegerá de los efectos dañinos de la sociedad en la que vive, sino que, además, dotado de una mayéutica de raíz socrática, le propiciará las situaciones ideales para ir descubriendo personalmente lo que, en la pedagogía normal, se aprende por medio de los libros.
La metodología, lógicamente, es larga en exceso, además de dejar otro punto en el aire, cual es ese empeño rusoniano de mantener entre algodones a Emilio, suprimiendo de su educación ese aspecto fundamental de la formación que es la convivencia y el trato con los demás, incluido el sexo opuesto. De ahí el fracaso parcial de quienes, en su época, trataron llevar a la práctica, en toda su extensión, su método. Sin embargo, experimentos posteriores, como la célebre Institución Libre de Enseñanza, hicieron uso de determinados aspectos inspirados en Rousseau con notable éxito, en especial el hecho de mantener a los alumnos el máximo tiempo posible en contacto con la naturaleza.
La moderna pedagogía hace años que se olvidó, con razón, de las teorías rusonianas, pero las circunstancias en que nos hallamos inmersos, es posible que exijan cuanto menos preservar a los alumnos menores de edad del pernicioso influjo de todo aquello que en nuestro modelo de sociedad tiende a laminar el yo original, la chispa divina, para igualarnos a todos, convirtiéndonos en voraces consumidores a mil millas del ser feliz que llevábamos impresos en nuestros genes. De ahí esa dependencia tan absoluta, esa equiparación, esa competición por ver quién acumula más en menor margen de tiempo (con la inevitable generación de envidias, narcisismos, fatuidades, y voracidades de toda índole). La educación, tal y como se practica en nuestros días, tiende al gregarismo, al borreguismo, al consumismo exacerbado y a la pérdida de la originalidad de nuestro ser primigenio. De ese modo, en muy pocos años, nos encontramos con la terrible paradoja de que nacemos libres y cuando reparamos en ello estamos aherrojados con grilletes. Una educación que apenas se preocupa por despertar el sentido crítico, la rebeldía imprescindible del ser humano ante una serie de valores impuestos, fábulas inmisericordes, cuentos chinos y multitud de prejuicios. Una educación en la que el ser hace tiempo que quedó subsumido por el tener y por la apariencia, falsos valores que ondean al viento como pendones de unos tiempos sin alma.