Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Payasos

02/12/2022

Mientras el país se divide entre quienes piensan que Pablo Motos es un machista nauseabundo y quienes lo defienden como un ejemplo de libertad frente al pensamiento único, algunos opinamos que el problema no es, en realidad, la cantidad de babas que el susodicho vierta cada vez que lo visita una mujer atractiva. En ese aspecto, Motos no es más que una evolución de esos albañiles de antaño que piropeaban a la jamona que desfilaba por delante de su obra, un Alfredo Landa que se pone cachondo contemplando a las suecas que se tuestan las carnes en Fuengirola. El intento de crucificar a Pablo Motos está condenado a convertirse en su apoteosis mediática, pues nada le luce tanto a la opinión pública como ir a la contra del pensamiento oficial, especialmente si ésta emana del denostado ministerio de Igualdad (también conocido como «el akelarre»). El problema no es Pablo Motos, sino la calidad de la televisión en general. Si uno repasa la parrilla, el modelo de programa que triunfa consiste en juntar a un grupo de celebrities para que suelten sus gracias. La excusa puede ser un concurso para cantantes, para cocineros, para bailarines o para fenómenos de feria. La naturaleza de la competición es lo de menos. El atractivo del programa radica en los dimes y diretes entre los famosos, en esas interacciones suyas que tanto recuerdan a las de Gaby, Fofó, Miliki y el señor Chinarro, con la diferencia de que aquellos entrañables payasos de nuestra infancia hacían programas para niños, mientras que los payasos mediáticos de hoy en día se centran en el espectador adulto. A mí no me escandaliza el machismo de Motos (de ese pie cojeamos casi todos los españoles de cierta edad), sino el suplicio al que nos someten sus contertulios, su pueril sentido del humor, su insoportable colegueo, ese formato televisivo en boga que podría reproducir cualquier grupo de amigotes acodados en la barra de un bar con un tercio en la mano.