Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Los que ni saben ni quieren saber

08/03/2021

Es conocida la distinción que en su día estableció don Pío Baroja dividiendo a los españoles en siete especies: ‘Los que no saben’, ‘los que no quieren saber’, ‘los que odian el saber’, ‘los que sufren por no saber’, ‘los que aparentan que saben’, ‘los que triunfan sin saber’ y ‘los que viven gracias a que los demás no saben’. Distinción genial, en la que el vasco jugaba astutamente con la polisemia del verbo ‘saber’ (desde la sabiduría hasta el  no tener idea de qué va la cosa).
La guerra civil permitió perpetuar tan vieja tradición proveniente del triste hecho de que, en tanto que en la mayoría de países de nuestro entorno, hacia 1880, el analfabetismo era algo residual, en España, gracias a la sutileza política de don Antonio Cánovas del Castillo, esa lacra social se prolongara hasta la Segunda República, para deleite de los grandes caciques y aristócratas, tan maravillosamente retratados por Miguel Delibes en Los santos inocentes.
La Dictadura franquista, como todos saben, intentó paliar ese analfabetismo consustancial al pueblo hispano, pero hizo cuanto pudo por mantener y aun fomentar el establecido por don Pío, de tal modo que los de siempre, los triunfadores y los sufragadores del Alzamiento siguieran viviendo ‘aparentando saber’, ‘triunfando sin saber’ y, sobre todo, ‘viviendo gracias a que los demás no sabían, o más bien no querían saber por lo que en ello les iba’. Y así llegamos a la muerte de Franco y a la tan debatida Transición, en la que, como más de una vez he mantenido en esta columna, se procuró que todo cambiara para que nada cambiara. Se blanqueó la casa, pero la vieja casa se mantuvo en pie.
Y así surgió una casta social privilegiada en torno al Benefactor –una casta cuyo salario oficial, como muy bien cuenta Miguel Espinosa en La fea burguesía, equivalía al de veinticinco o treinta buenos albañiles– que durante décadas vivió en su particular paraíso, y ¡ay! de quien intentara erradicarlos. A lo sumo, a base de perseverancia, podía abrirse a algún que otro avispado (los célebres ‘braguetazos’, palabra lamentable), pero ya procuraban los componentes de ese círculo de privilegiados multiplicarse entre sí, como modo de incrementar sus haciendas y patrimonios (el amor no contaba).
Cómo extrañarse, entonces, que pulularan por doquier ‘los que odiaban el saber’, ‘los que aparentaban que sabían’ y, sobre todo, ‘los que triunfaban sin saber’. Lo esencial, para ellos, era vivir gracias a que los demás ignoraban, o parecían ignorar, las mentiras sobre las que se había consolidado su modo de vivir. Para ellos, lo esencial era no mezclarse con la plebe, con los que sudaban y olían mal, a los que, a lo sumo, soportaban porque les servían de perros y criados. Son gentes que crecían sin pisar el metro, sin saber lo que era Vallecas o el Pozo del Tío Raimundo, sin bajarse de su nube.
Ese fue el universo de colores en que vivieron las infantas Elena y Cristina de Borbón (colegios de élite, vida regalada, caprichos sin fin, novios románticos aunque luego salieran ranas). Todo para ellas, pero sin el pueblo. En ese ambiente crecieron, como su bisabuelo Alfonso XII  (a quien, como se sabe, su preceptora tía, la ‘Chata’, le instaba a hacer lo que le viniera en gana, que por eso era el rey, hasta que al final salió por Cartagena, aunque luego don Juan Carlos lo trajera a la ‘casa común’ del Escorial.) En ese ambiente se casaron como Blancanieves, fueron felices, hasta que alguien les advirtió que los tiempos habían cambiado, que había gente contestataria que se empeñaba en que ‘la ley fuera igual para tod(o)as’. Aquello no les gustó, y trataron, como decía Lampedusa, que todo cambiara para que nada cambiara. Pero al final se les vio la patita, porque, como infantas de España, habían sido educadas en el siglo XVIII. ¿Cómo extrañarnos, pues, que esas dos damas, ya cincuentonas, aprovecharan su viaje de visita a su papá a Abu Dabi, para,  de paso, inmunizarse contra el Covid?  La polvareda que la noticia ha levantado no pueden entenderla porque su sangre, como ustedes deberían saber, es azul cielo.