Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Carbón

06/01/2023

Dejar de creer en los Reyes Magos es una forma precoz de ingresar en el ateísmo, o al menos en una modalidad primitiva de escepticismo que pone en duda todo aquello que huela a imposible o milagroso. A mí me precedió mi primo Paco, quien acto seguido plantó en mi mente infantil la semilla de la duda con aquel atroz «no seas tonto, si los Reyes son los padres». Tendría yo siete u ocho años, y apenas pude contrarrestar este latigazo de realidad con un patético «no digas eso, que no te van a traer nada». Pero la revelación no tardó en erosionar en mí las bases del pensamiento mágico, que es el que nos permitía creer en que Ratoncito Pérez intercambiaba nuestros dientes de leche por monedas y en que Locomotoro vivía dentro del televisor. Con el bendito pensamiento mágico podíamos aferrarnos a la infancia, el reino dorado donde todo era posible. Privados de él, éramos arrojados al mundo real, ese territorio hostil en el que casi nada es posible, y ello con gran esfuerzo. Ahora que lo pienso, aquella crisis debió de coincidir en el tiempo con mi primera comunión. Y sin embargo jamás puse en duda (al menos entonces) que el trocito de oblea aquel fuera el cuerpo de Cristo, que el hecho de ingerirlo te convirtiera en una especie de superhéroe místico, y que tragarlo estando en pecado elevaba el pecado a la categoría de sacrilegio, lo que constituía un pasaporte al infierno más tremebundo. No en vano jamás ha existido aparato propagandístico tan eficaz como el de la iglesia católica a la hora de acojonarnos. Yo habría preferido que el dogma de fe, en lugar de la transubstanciación y todo ese rollo teológico, fuera el de la existencia de los Reyes Magos. Seguro que así habría sido más bueno este año y me habrían traído algún regalo, aunque fuera carbón.