Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Los libros de mi padre

23/10/2020

El pasado julio se cumplió un año del fallecimiento de mi padre. La venta de la casa familiar nos obliga ahora a disponer de sus efectos personales. Por supuesto, aquí el verbo «disponer de» no es otra cosa que un piadoso eufemismo para «vaciar», «retirar», «eliminar» y hasta «tirar». Tan sólo los faraones han podido disfrutar de sus enseres en el más allá. Mi padre, en tanto que humilde maestro de escuela, se vio obligado a dejar atrás su Seat 600, su preciada máquina de afeitar, sus zapatos (siempre relucientes), sus gafas y corbatas, sus batines y sus chalecos grises de punto. También su colección de relojes, que tanto apreciaba, aunque a la vez dejó atrás la obligación de darles cuerda. Pero lo que más estará echando de menos es, sin duda, su biblioteca. Nadie ha podido confirmar que haya libros en el otro mundo. De hecho, nadie ha podido confirmar que haya nada en el otro mundo. La lectura es un privilegio que sólo está al alcance de quienes todavía conservamos nuestra envoltura mortal, quizás uno de los pocos dones que compensan las muchas calamidades de estar vivo. Mi padre así lo entendía, por lo que dedicó su vida entera a confeccionar una biblioteca que, con cada nuevo libro adquirido, se parecía más a él. Cuando el corazón de mi padre dejó de latir, esa biblioteca comenzó a desmoronarse, como su propio cuerpo. Ahora no es más que varios cientos de volúmenes inconexos, viejos libros que nadie volverá a leer. Ocupan una horrible cantidad de espacio y pesan una tonelada, y aun así he decidido conservar los libros de mi padre. Todavía no sé muy bien dónde voy a almacenarlos, pero no importa. De este modo no sólo mantendré vivo su recuerdo, sino también su memoria, y puede que hasta una chispa de su conciencia.