Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


El disimulador

11/07/2020

Los tiempos morales que vivimos son de una bastardía tal que siempre es mejor el disimulo que la intimación directa o airada. Maria Bettetini escribió un libro formidable -Breve historia de la mentira- que me acompaña como un deber balsámico, nada hay peor que caminar por el foro en estas horas desatinadas y mediocres. Bettetini recuerda a Torquato Accetto cuando vino a decir que no es posible vivir sin máscara, lo cual no significa simular, acto agresivo, sino «disimular», que es acto defensivo, «disimulo honesto», que da título a la obra de Torquato. Cuando la verdad es recibida a pedradas es el tiempo del disimulo -la verdad, cuanto más poderosa, ha de acompañarse de gran prudencia, al decir de Baltasar Castiglione-. María Bettetini recupera la mejor definición del disimulo en palabras de Cicerón: «velo tejido de tinieblas honestas y de respetos violentos». La bastardía política pretende su imposición a cualquier precio -todo tiene su precio, ay- y te reclama, al actuar, consentimiento y espera un reparo para atacar con todo. Entonces nos llega el disimulo que es un armamento complejo y sutil, amparado en la reserva, capaz de sujetar el descaro agresivo del otro, con el respeto violento que nace y se legitima en esa tiniebla honesta que esgrimimos de forma velada para defender nuestra integridad. Pero no todo es tan sencillo. La bastardía política no es uniforme, adquiere sus grados al tiempo que desarrolla y da vida al que degenera, de propósito, la virtuosa cosa pública por cuanto hay bastardos y bastardos, también hay disimuladores de mayores o menores cuantías -y quizá sea conveniente huir de los extremos; un disimulador que hace del indebido respeto violencia sorda, y que teje a su sola instancia -a nadie da cuenta- la que para sí es tiniebla honesta, puede incurrir en el mismo y terrible actuar que con su disimulo combate. Torquato Acetto lima y atempera al disimulador, que ha de ser «hombre inteligente, que huye de la ira y no tiene una opinión demasiado elevada de sí mismo, y que incluso es capaz de disimular para sus adentros, olvidando de vez en cuando sus desgracias». Ese disimulo para los adentros de uno bebe del mismo criterio general del disimulo para con el otro, nos defiende con respeto impostado y amortigua nuestra inanidad moral -nadie es más que nadie-.