Antonio García

Antonio García


Contaminación ambiental

23/05/2022

La noticia leída el otro día en El País de que la contaminación ambiental provoca más muertes que el coronavirus no parece haber alarmado a mucha gente, empezando por quienes tienen la obligación de alarmarnos. Tampoco el periódico le otorgó rango de importancia y venía escondida entre otras, sin escandalosos titulares. Por lo demás, competía con otra, la del virus del mono, que sí tiene todas las papeletas para convertirse en estrella de todas las tertulias.
A las víctimas de la nueva viruela simiesca ya han empezado a ficharlas, igual que se hizo con las del coronavirus, en acumulativos partes bélicos de bajas y altas. Los muertos por contaminación, en cambio, no componen una estadística vistosa porque su muerte es resultado de una maduración larga, un proceso sedimentario. No mueren fulminados en la calle, tras inhalar la ponzoña del tráfico rodado, y por tanto son víctimas anónimas de las que no cabe compadecerse ni merecen el aplauso resiliente. De hecho ni existen, y ya dijo Ayuso que ella no había visto morir a nadie de contaminación. Cuando se detecta que el foco de infección procede de un bicho, la medida provisoria es exterminar al bicho, sea vaca, visón o cerdo, y si el transmisor es humano se le emboza, se le confina, se le pone a dos metros del semejante, se le fumiga con gel de manos. De suyo viene que si el origen de la corrupción procede del automóvil, o cualquier otro medio de transporte, debería confinarse todo vehículo contaminante, incluso sacrificarlo por medio del desguace, pero ello no lo contempla la OMS como medida cautelar, ya que sería atentar contra el progreso, contra nuestra civilización motorizada. El coche tiene la bula que no tienen los animales ni los humanos.