Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


Vidas rotas

09/10/2022

Hace un calor sofocante. De esos que se pegan y que, por muy poca ropa que se lleve, aplanan y terminan por incomodar. David, que está ensimismado con su móvil, fuma un cigarrillo en el andén mientras la megafonía de la estación de Chamartín hace la penúltima llamada para los viajeros del Alvia 04155 que cubre la línea Madrid-Ferrol. No levanta los ojos de la pantalla. Sonríe. Está feliz. El joven ha quedado con unos amigos de la universidad en Santiago para disfrutar del ambiente en la fiesta del Patrón. 

Apura el pitillo, se acerca al vagón y, antes de subir, cede el paso a una pareja que viaja con sus dos hijas pequeñas. El tren va prácticamente lleno. Apenas hay hueco para dejar las maletas, pero David se las ingenia para colocar su mochila de lado y completar ese tetris multicolor que conforma el equipaje. Consulta su billete y se dirige a su asiento. Le ha tocado ventanilla y un hombre canoso, bien vestido y con gafas va a ser su acompañante. «Hola. ¿Qué tal?». Su rostro es familiar y su voz, inconfundible. La ha escuchado por la radio, pero no lo termina de ubicar. Es Enrique Beotas, un reconocido periodista. Las compuertas se cierran, el convoy arranca y con él una conversación tan larga como amena entre el joven y el comunicador.

Quedan algo más de 20 minutos para las nueve de la noche y algunos de los pasajeros que se van a apear en Santiago comienzan a recoger sus pertenencias. Todo sucede muy rápido. El tren encara la Curva A Grandeira, chirría, se tambalea y descarrila. La escena es brutal. Humo y polvo inundan un paisaje dantesco, donde los gritos de angustia y auxilio se suceden y el fuego devora uno de los vagones. «Me despisté, me llamaron... Tenía que pasar a 80 y pasamos a 190. Se lo dije al jefe de seguridad que un día nos lo íbamos a tragar, que era muy peligroso... ¡Ay Dios mío! ¡Pobres viajeros!», comenta aturdido y con el rostro ensangrentado el maquinista por teléfono.    

Sonido sempiterno de sirenas. El panorama es desolador, apocalíptico. Bomberos, policías, sanitarios y los vecinos de Angrois acuden en masa a la zona cero. Reparten mantas y agua, al mismo tiempo que ayudan a algunos viajeros a salir de los vagones, varios partidos por la mitad, convertidos en una trampa cruel de amasijos de hierro. La tragedia es descomunal. ¿Por qué?

Casi una década después, arrancaba el pasado miércoles en Santiago el macrojuicio por una catástrofe ferroviaria en la que fallecieron 80 viajeros, 144 resultaron heridos y destrozó la vida de decenas de familias un 24 de julio de 2013, un proceso que puede prolongarse durante más de un año y en el que participarán 660 personas.  

Son muchos los expertos en materia ferroviaria que apuntan a una urgencia en los plazos para que entrara en funcionamiento esta vía en detrimento de los sistemas de seguridad como la causa del siniestro. El proyecto original sufrió sucesivas modificaciones, como es el caso del cambio del ancho de vía o de determinadas infraestructuras, que no cumplían con los requisitos de la alta velocidad. Entre otras, se optó por no acoplar el sistema de control continuo de frenado (ERTMS) ocho kilómetros antes de la llegada a la estación de Santiago, sin haber hecho un estudio previo pormenorizado de los riesgos que esta variación podía provocar. En palabras de algún ingeniero, esa línea era una «auténtica chapuza». Sólo con la instalación de una baliza, que puede durar en torno a los 15 minutos y que tiene un coste inferior a los 1.000 euros, se hubiera evitado la tragedia.

El proceso judicial deberá dirimir, asimismo, por qué si 16 días después del viaje inaugural el jefe de maquinistas de Orense envío un email a sus superiores, en el que se alertaba sobre anomalías por la ausencia de señalización en la vía, pese al radical descenso de velocidad en ese tramo -de 300 kilómetros hora a 80-, nadie tuvo en cuenta sus apreciaciones. Menos de una semana después del desastre se instalaron una serie de avisos y balizas que alertaban de esa circunstancia y que en el momento del descarrilamiento no existían. 

Pero hay más. El modelo híbrido Alvia S730 que cubría el trayecto, conocido en el ámbito ferroviario como Frankenstein, llevaba dos furgones generadores ubicados justo después y antes de las dos locomotoras que van en la cabeza y en la cola del convoy. Esos generadores sobrepasaban el peso marcado por la normativa y provocaban que el tren tuviera tres centros de gravedad distintos.

Familias y afectados claman justicia -algunos han fallecido esperándola- y el proceso, en el que sólo hay dos imputados -el maquinista y el que fuera responsable de seguridad de Adif-, será una prueba de fuego para esclarecer un suceso que ha estado condicionado por los poderes políticos, negando evidencias, rechazando la creación de comisiones de investigación o impulsando una de carácter independiente, que hasta la UE puso en entredicho.

David salvó su vida, pero Enrique Beotas falleció en el accidente de Angrois. Jamás llegó a su destino. Tampoco mi amigo Manolo Sierra -Manolai-, que viajaba en ese maldito tren y que años antes de ese fatídico día me regaló una fotografía con una frase de un relato de Julio Cortázar: «Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo».