Antonio García

Antonio García


Tequila

28/11/2022

Fueron el calco amable de los Rolling, menos longevos porque su periplo se limitó a cinco años y a cuatro discos -descontada la aventura japonesa-, los suficientes para demostrar la viabilidad de un género ajeno a los españoles -no en vano Ariel y Alejo eran argentinos-, con mayor fortuna que los también stonianos Burning, aún activos. La innovación que aportaron no venía de la música, mera reproducción de esquemas muy trillados, sino de su conjunción con unas letras que se ajustaban como un guante a las canciones, sin producir bochorno, empeño en que habían fracasado todos los intentos de adaptación precedentes. Solo unos años después, otro grupo como Gabinete Galigari logró que ese maridaje de música y letras no resultara cacofónico a oídos de un castizo. La imagen jovial que daban en las revistas adolescentes o en Aplauso, siempre rodeados de una turba femenina, era la fachada mentirosa de un grupo en proceso de autodestrucción que efectivamente necesitaba de algo más que un trago para volverse locos en la plaza del pueblo. Dos de ellos murieron muy jóvenes -a Julián Infante le tocó la suerte que debía haber correspondido a Keith Richards-, y el resto se enemistó hasta alguna reunión reciente y el documental que reúne ahora los rescoldos. Matrícula de honor era la mecha que necesitaba un joven recién ingresado en el instituto (la foto de portada parecía tomada de un aula del Sabuco o de Escolapios) para emprender una rebeldía que luego se quedó en nada. Milagrosamente mi vinilo se conserva en buen estado, pese a los repetidos asedios de la aguja, lo que no puede decirse del viejo que ahora lo escucha por enésima vez para componer este ejercicio de nostalgia absurda.

ARCHIVADO EN: Innovación, Documental