Eloy M. Cebrián

Eloy M. Cebrián


Rigores

17/06/2022

Tengo un amigo que está algo sobrado de peso, lo que le hace aguantar muy mal el calor. Cada vez que el termómetro supera los 30 grados, mi amigo empieza a quejarse amargamente a través de las redes sociales. Suele emplear un amplio repertorio de tacos y exabruptos, e ilustra sus lamentaciones con fotos de explosiones nucleares. Sin embargo, esta semana ha permanecido callado, lo que hace que empiece a preocuparme. No puedo evitar imaginármelo derritiéndose como el muñeco de nieve de Frozen, aunque prefiero pensar que se ha tomado unos días de vacaciones y se ha ido a Groenlandia a contar pingüinos. Mientras tanto, los desventurados que hemos quedado atrás seguiremos arrostrando estos días de asfalto pegajoso y contenedores malolientes como buenamente podamos. En algún momento, hasta puede que la desesperación nos haga encender el aire acondicionado, aunque saldría más barato tomar un autobús o irse a dar vueltas por un centro comercial hasta que te echen. Mis alumnos se quejan de que el calor les imposibilita el estudio, y hoy mismo han estado a punto de amotinarse porque les he recordado que mañana tenemos un examen. Por salir del paso, les he asegurado que se tratará de un examen «refrescante», aunque no tengo ni idea de cómo cumplir mi promesa. Y, ahora que lo pienso, mis padres llamaban «refrescantes» a las terrazas del paseo de la Feria y de los Jardinillos. Sin embargo, acabo de pasar cerca de una de ellas y no he notado el fresco por ningún sitio. Quizás sea por culpa del cambio climático, pero aquello de «sentarse al fresco» empieza a parecerme algo del pasado. Nos han pronosticado noches tropicales o tórridas para el resto de la semana, pero sin bailarinas hawaianas, ni piñas coladas ni música de los Beach Boys. Habrá que conformarse con el tradicional botijo, aunque me temo que estos rigores no hay botijo que los remedie.