Ni siquiera cuando somos pesimistas estamos siendo realistas. En nuestras proyecciones más agoreras nos imaginamos un rebrote otoñal del virus que nos devuelva al confinamiento en invierno, una economía arruinada ya del todo, sin apenas margen financiero para esquivar el colapso y con problemas sociales y políticos graves. Pero este es un escenario lineal, con un principio y un final, con un guion para ir siguiendo.
En realidad, la única certeza es la incertidumbre. Ni siquiera sabemos si los que se infectaron desarrollaron inmunidad, ni mucho menos si van a mantenerla. No sabemos si el virus tiene más efectos inesperados como se está empezando a sospechar con algunos pacientes incluso asintomáticos (parálisis de bell, diabetes…), si provoca daños irreparables en algún rincón de nuestro organismo.
No sabemos si habrá rebrotes, ni cuando. No sabemos cuánto tardaríamos en precipitarnos de nuevo a una situación como la de marzo, ni cómo van a reaccionar nuestros sistemas sanitarios. Es imposible planificar nada, una situación con la que la economía se maneja especialmente mal.
Los científicos, más acostumbrados a no tener respuestas, aconsejan no hacer demasiados planes. Hablo con dos casi a diario para ver cómo va la pandemia y suelen dar por zanjada la conversación con los mismos consejos: céntrate en las pocas certezas que vamos constatando y no le des tantas vueltas a lo que no sabemos.