Javier Ruiz

LA FORTUNA CON SESO

Javier Ruiz


La Ciudad Encantada

02/07/2020

El turismo de proximidad de la era post Covid ha hecho que comience mis vacaciones por la Serranía de Cuenca, la dentellada ardiente de la piedra al cielo. Un molar perpetuo, un blanco marfil almidonado, una sábana extendida recién lavada, todo eso me viene a la cabeza cuando transito por ella. Lo último ha sido la Ciudad Encantada, uno de los grandes lugares a los que todo hombre debe acudir al menos una vez en la vida. Para dos cosas fundamentales. Una, para descubrir que nada es eterno y que el mar de hoy es la piedra de mañana y otra, para encontrar a Federico retorcido entre sus árboles. El amor taladra más que la propia geología.
La Ciudad Encantada de Cuenca se forma con el paso del mar, las aguas y océanos durante noventa millones de años. Los mismos que el Coronavirus habitará con nosotros. Sin embargo, el paso del tiempo hizo que lo que era el fondo del mar de Thetis, con el tiempo se convirtiese en formación calcárea en una de las glaciaciones del Cretácico. Del fondo del mar y de las algas, a peine del viento movido por la piedra. Heráclito llevaba razón, aunque también Parménides. Nadie se baña dos veces en el mismo río, si bien la piedra ha seguido siendo la misma. El corazón pétreo de la vida que amalgama figuras robustas en la imaginación del viajero, desde el perro que saluda hasta el tormo y el rostro del hombre. Y claro, de entre Cuenca y sus figuras, cocodrilo y elefante, Federico pregunta al amante por su viaje.
No sabía que uno de los sonetos del amor oscuro de Lorca tenían la Ciudad Encantada como secreto y emblema. Lo sé, imperdonable por mi parte, pero la dulce queja, el otoño enajenado y el gusano de mi sufrimiento me hicieron olvidar el resto. Y claro, hasta la piedra vive en los labios de Federico. «¿Te gustó la ciudad que gota a gota labró el agua en el centro de los pinos? ¿Viste sueños y rostros y caminos y muros de dolor que el aire azota?». Es tan brutal el lago de metáforas como la magnificencia de la piedra abierta de par en par. «¿Viste la grieta azul de luna rota que el Júcar moja de cristal y trinos? ¿Han besado tus dedos  los espinos que coronan de amor piedra remota?». Lo leo y releo y el corazón me da un vuelco. Creo que Federico es un poeta homérico, de leyenda, entre los grandes y únicos de toda la Literatura universal.
«¿Te acordaste de mí cuando subías al silencio que sufre la serpiente, prisionera de grillos y de umbrías? ¿No viste por el aire transparente una dalia de penas y alegrías que te mandó mi corazón caliente?». Creo que el soneto debería aprenderse en las escuelas, como se hacían las cosas en educación antes de que viniera la Logse y lo arrasara todo. La memorización de poemas, de grandes y excelsos poemas como este, provoca la interiorización de la metáfora, la eufonía, los ritmos, el verso, la construcción del endecasílabo... Y, en fin, el prospecto mismo de la conmoción frente a un muro de piedra.
Federico escribió a su amante -me fío más de Manuel Francisco Reina que de Ian Gibson- en un hotel de Valencia allá por el año treinta y cinco. Casi un siglo más tarde he descubierto este mar de piedra y salgo no impresionado por el tiro de años; qué va, el tiempo es un instante y suspiro indomables como demostró Proust con la magdalena. Salgo del parque con Federico martilleando las sienes de esta España amalgamada en la ignorancia y la incultura. Aprovechen el verano para ver y descubrir.