Antonio García

Antonio García


Ana Blanco

05/09/2022

En estas fechas de rentrée en que vuelven todos incluso los que no se habían ido, ya sabemos de alguien que no va a volver. Ana Blanco, la presentadora sempiterna del telediario, ha decidido jubilarse de ese espacio informativo, anticipación honrosa antes de que la echaran otros o se eternizara aún más. Treinta años de curro ante las cámaras envejecen a cualquiera, y no digamos a los particulares que carecemos del auxilio de maquillaje, pero no a ella, un particularísimo caso de eterna juventud    -solo igualado por Jordi Hurtado- que hacía más escandalosa la decrepitud de los demás. Como una Casandra con flequillo, portavoz de desgracias que no desfiguraron su mueca, como de alegrías, que tampoco se la ensancharon, sobrevivió a todos los cambios de gobierno sin que se advirtiera en el parlante busto una decantación hacia ninguno, actitud que tanto puede llamarse imparcialidad como opacidad, pues también, siguiendo con la mitología, tenía algo de esfinge, de esfinge sin secreto. Lo único que sabíamos de ella, imperturbable a cualquier estímulo, se comprimía en el tercio superior de su anatomía, tan inmutable como su ademán, ya que no hay constancia de que, en estos 30 años, cambiara de peinado ni adecuara su dicción a los escandalosos tiempos modernos. A nosotros, que siempre nos enamoramos de las presentadoras, nos resultó imposible mirarla con ojos lúbricos, no tanto porque careciera de exuberancias cuanto por recordarnos a alguien de la familia, tan cercano que a fuerza de costumbre -30 años compartiendo la comida o la cena- ya ni miramos. La partida de histéricas que han llegado después nos va a hacer echar de menos su insulsez, su rigor, su independencia.