He vuelto a leer estas navidades Apocalípticos e integrados, el clásico de Umberto Eco que como todos los clásicos proporciona lecciones para el presente. La distinción entre apocalípticos e integrados es hoy canónica, y si bien Eco la aplicaba a los refutadores del progreso y a sus defensores en el contexto de los años 60, con el auge de la televisión y la difusión masiva de productos culturales, hoy podemos aplicarla también a nuestra relación con la tecnología o la pandemia. Nuestros apocalípticos de hoy son quienes ante cada avanzadilla de progreso se afianzan en el inmovilismo; las nuevas tecnologías, como en su día la televisión, les parecen un invento diabólico que deshumaniza, emborrega, elimina el concepto de esfuerzo y rasa por lo bajo, acabando con la hegemonía de la minoría ilustrada; son aquellos que a la mínima saltan con que cualquier tiempo pasado -que casualmente coincide con el de su juventud- fue mejor; que defienden la individualidad, desconfían de los científicos y se resisten a llevar mascarilla. Por el contrario, los integrados se apuntan a todas las novedades para no quedar descolgados del progreso; han hecho solubles sus vidas con las nuevas tecnologías hasta el punto de no poder prescindir de ellas; acatan con gusto las órdenes de los gobiernos protectores, creen a pies juntillas en la ciencia, solo compran por internet y ya están en la fila para vacunarse. Pero Eco apuntaba a un tercera vía, la de quienes adaptándose al progreso no olvidan las lecciones de la historia y anteponen el mensaje al medio, vía impopular que de momento aquí no tiene demasiados seguidores.