José Juan Morcillo

José Juan Morcillo


Pececillo de plata

27/01/2021

No nos quejemos. Durante el último mes nos han permitido hacer de todo; nos han dejado viajar, tomar café en nuestro bar de siempre, nos han permitido pasear y hacer deporte. Por dejar nos han dejado incluso atestar las tiendas y los centros comerciales para comprar nuestros regalos, el turrón y la botella de sidra, y comer y cenar en días señalados con quien nos ha dado la real gana, sabedores de que ningún agente policial llegaría a las horas de la manduca a llamar en la puerta de nuestra casa con ademán inquisidor. No nos han multado por no guardar las distancias de seguridad ni por quitarnos la mascarilla por la calle para hablar por teléfono y para fumarnos un cigarro. Nos han dado toda la libertad de acción que puede darse a los ciudadanos con el fin de no dar la puntilla a la economía y dejarla para el arrastre, pero, a cambio, solo nos han pedido una responsabilidad y una precaución que, como era de prever, nos las hemos pasado por el forro de las querencias.

Y ahora toca apechugar. Nos lo han vuelto a quitar casi todo, salvo el paseo, la barra de pan y la visita al callista. Y como había que dar nombre a la nueva realidad lo han llamado los tecnócratas políticos y mediáticos «confinamiento suave», «pseudoconfinamiento» o el más elegante «confinamiento de facto». Llamémosle como queramos llamarle, lo cierto es que vamos a tener que echarle a la casa más horas que un reloj, y volverán las cocinas a perfumarse con fragancia de bizcocho, y sacaremos del armario la caja de herramientas para apretar el tornillo que siempre se afloja como si tuviera conocimiento de lo que ocurre y quisiera largarse, y retomaremos lecturas aplazadas, y extenderemos de nuevo la esterilla del pilates para alejar a nuestros músculos de la atrofia prematura, y nos quedaremos largo tiempo con la vista perdida descubriendo, sin proponérnoslo, las otras vidas que habitan los espacios huecos de nuestra casa, como este pececillo de plata que sale a hurtadillas de una rinconera de mi despacho a la misma hora, todos los días, cuando le entran las ganas de comer, y se queda quieto, mirándome, al olor de la celulosa de los libros.