Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


El cielo

02/01/2021

En toda muerte los deudos del difunto empiezan, de seguido, a hablarnos (y a hablarse) del cielo. Desde el cielo nos mira; desde el cielo fue recibido por sus padres o hermanos, quizá por el hijo al que sobrevivió; el cielo, en fin, como el viaje que arriba al misterio del Padre. Pero, en ocasiones, y con el paso del tiempo, aquella mención al cielo, la silenciamos un tanto, terminamos por resignarnos -y la resignación es buena- y el bálsamo que nos reconfortó al despedir a los padres acaba por parecernos endeble. El Papa Ratzinger     -que tanto bien me ha hecho- nos habló del cielo como la unión entre voluntad y verdad -«hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo»- y escribe que la «esencia del cielo es ser una sola cosa con la voluntad de Dios; y la tierra se convierte en «cielo» si y en la medida en que en ella se cumple la voluntad de Dios, mientras que es solamente «tierra», polo opuesto del cielo, si y en la medida en que se sustrae a la voluntad de Dios». Luego Ratzinger culminó su teología tan bella con su escatología afirmando que toda persona será salva, de un modo u otro, pues la obra de Dios es y acabará, por naturaleza, en triunfo. Si el cielo no es necesariamente la esfera celeste, el infierno procura «apurar el sufrimiento de su noche» hasta la reconciliación universal. Pienso en estas cosas cuando he visto las últimas imágenes de Ratzinger tan anciano y acaricio los tomos de su obra completa de mi biblioteca (es cierto que me faltan y quizá la BAC no concluyó la publicación íntegra) y mi gratitud es sincera, no hay nada como el pensamiento elegante y hondo -que se permite el humor y la sonrisa abierta al lector aficionado y mundano-. Las palabras atesoran la verdad común, también nuestra verdad doméstica, las palabras son la gramática de la creación -ah, Steiner-. Las palabras hoy vituperadas y maltratadas, piedra desechada por los nuevos arquitectos son ahora (y siempre) la piedra angular, tal y como Cristo cita el salmo (118,22). En tiempos de calamidad una metáfora, el vibrar de un alejandrino, la fibra moral de los sinópticos -que recordaron, entrando en la dimensión profunda de lo sucedido, viendo lo que no era visible, descubriendo la verdad que se oculta en el hecho-. El cielo sigue siendo nuestro cielo.