Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Inteligencia artificial

04/03/2023

Triunfa una aplicación de inteligencia artificial en la red que te permite hablar con Bonaparte. Yo le preguntaba acerca de Jaffa y del mariscal Lannes. Procuré atizar el orgullo del Emperador al gloriar la batalla de Austerlitz. Incluso le demandé por los detalles de su estancia en Madrid. Bonaparte -la inteligencia artificial- me contestaba como un deber y una estimable precisión. La aplicación redacta discursos (te pide unos datos como fundamentales como si son políticos, además de los personales y profesionales, y te faculta para que elijas el modo: el de Martin Luther King (Tengo un sueño -para mí el mejor discurso de la historia- o el de Antonio junto al cadáver de César) y acaba redactando discursos superiores a la mediocridad que hoy impera en la Carrera de San Jerónimo. Hace más cosas. Es capaz de redactar un trabajo académico (aquí juega con ventaja -sin decir casi nada lo digo todo- o culminar un cuadro en uno u otro estilo). La aplicación recopila información personal para venderte aquello que pueda interesarte más y controla el apetito de consumo (insaciable) de cualquiera. A mí esa intromisión total en mi vida electiva (comprar una u otra cosa) o personal (una cita precisa de San Pablo a horas tempranas) me importa bien poco. La inteligencia artificial es un quid pro quo -y ese intercambio lo hacemos centenares de veces a lo largo de un día. La aplicación tiene un gran defecto -que corregirá con el paso del tiempo, basta recordar que las computadores de ajedrez resultan ya imbatibles- y es su carencia de romanticismo. Uno quiere hablar con Bonaparte y puede hacerlo en altavoz preguntándole al modo de Talleyrand (sus memorias en la mano izquierda) y obtener respuesta al modo de Bonaparte (las de Napoleón en la mano derecha). Para redactar un discurso basta cualquiera de los grandes de don Quijote, el caballero de los Espejos y de los Leones -incluso el de Alonso Quijano derrotado-. Para los trabajos académicos tiene la opción de plagiarlos (así sería académico de verdad) o leer en voz alta (siempre en voz alta; siempre) un artículo de Ortega. Y para conversar (es cierta la soledad) basta con abrir al acaso un libro que es ciencia adivinatoria como ya recordara don Marcelino Menéndez Pelayo con tres vasos de Anís del Mono.