Antonio García

Antonio García


Los insultos

05/12/2022

Reconvertido definitivamente el Congreso en guardería o en aula de secundaria, su presidenta Batet ha intentado poner coto a los insultos que intercambian sus señorías. Demasiado tarde para apearse de los tratamientos de fascista, filoetarra, feminazi que pueblan las actas y retratan a un colectivo sin urbanidad y sin imaginación, pues el insulto constituye todo un arte que los diputados desconocen. Por los mismos días, publicaba Icon un reportaje inspirado en los vituperios argentinos, un pueblo que no en vano ha ascendido a cumbres su literatura. Entre esos desahogos denigratorios, oídos durante los mundiales de fútbol, se encuentran «asustador de niños», «cementerio de canelones», «tobogán de piojos», «azote de choripanes», que parecen salidos de Quevedo, otro que también insultaba con arte. En España se registran al menos 150 variantes del acomodaticio «tonto», pero no salimos de la terna de «gilipollas», «cabrón» o «hijo de puta», mucho menos imaginativa que las que endosaba Valle-Inclán a sus personajes. Se atribuye a VOX el arranque de las hostilidades, pero la guerra la iniciaron los indignados que entraron en el Congreso como en una chatarrería, arramblando con los buenos modales e impugnando la totalidad con descalificaciones universales. Irene Montero acaba de acusar a los diputados del PP de ser promotores de «la cultura de la violación», que es más grave que cualquier insulto aparte de una construcción absurda. A esta tropa de zascandiles, tarugos, zotes, gaznápiros, adoquines, malandrines y follones les urge una pasada por el diccionario para renovar su vocabulario estanco, o al menos por los tebeos antiguos donde encontrarán pintiparadas autodefiniciones como merluzos, besugos, batracios, o cernícalos.