Antonio García

Antonio García


Albión

07/06/2021

No se puede decir que a lo largo de la historia haya hecho España muchos amigos. Haber tenido un imperio marca mucho y la consecuencia es el odio del resto de las naciones, que en justa reciprocidad les devolvemos. Esas relaciones conflictivas quedan registradas en la lengua, que inventa despectivos o elabora tópicos duraderos: así los franceses no se han librado de su condición de gabachos y los ingleses quedan aglutinados bajo el topónimo denigrante de «pérfida Albión». Los americanos del Norte solo son amigos de resultas de un título cinematográfico y los del Sur nos pillan demasiado lejos pese a la comunidad de hemoglobinas. El moro amigo lo fue durante el medioevo, y con posterioridad solo se ajuntó con determinados monarcas, hasta llegar a la situación actual en que arriban masivamente a las costas en demanda de trabajo o  de Ronaldo, rebajados incluso en el tratamiento: ya no inmigrantes sino migrantes a secas. Nuestra acrisolada xenofobia ha sido un arma de venganza: devolvemos en desconfianza lo que recibimos de desprecio o de minusvaloración. Permítaseme este introito histórico para tratar de explicar la perplejidad que me produce el ansia repentina de los españoles por recibir extranjeros, mayormente los que antaño fueron pérfidos y hoy son acogidos como héroes. La publicidad se ha puesto en marcha como anzuelo de foráneos que, además de empaparse de cultura, podrán empaparse de alcoholes a buen precio. Y para demostrar nuestra buena disposición hospitalaria no se les exige certificado de buena conducta o de salud: nos basta con que sean solventes.