Javier Ruiz

LA FORTUNA CON SESO

Javier Ruiz


La incertidumbre

05/11/2020

Ha amanecido noviembre con hojas secas de incertidumbre, mecidas al viento sin rumbo ni sentido. Siempre me fascinó el otoño y su herrumbre, y como Conrad en el corazón de las tinieblas, transito por la estación a tientas palpando el aire y el virus. Y noto en las yemas de los dedos un cansancio de viejo, una sombra en las sienes, un atardecer lejos del dorado. Me aficioné al otoño por Juan Ramón Jiménez, fue él quien me enseñó a encontrar los colores ya pálidos de su poesía, mucho mejor que la modernista, corregida durante toda su vida. Por él aprendí que la verdad más alta es aquella que se muestra desnuda, sin ropajes, como la palabra dada, a la que no es necesario el adjetivo. Y entendí entonces que el poema más bello era el más sencillo, que la dificultad extrema era dar con el nombre exacto de las cosas. Y así he llegado hasta estos cuarenta y cuatro, con la duda enorme de saber si acierto en el uso del lenguaje, que es tanto como decir el pensamiento. Los años me han ido despojando de artificio y han vuelto desnuda el alma que antes camuflaba. Igual que ha hecho el virus con el mundo, dejarlo en cueros, sin nada, para quien quiera apreciarlo como es. Lo mismo que ha ocurrido con España, este país nuestro que se empeña en despeñarse, caerse por el precipicio… hasta que da un paso atrás en el último momento. Le ha pasado varias veces en la Historia y ahora va camino de ello. Pero siempre hay un pulso de supervivencia, un seguir respirando, un descreimiento de leyendas que, como el mago, hace trocar todo de nuevo. Y vuelve igual que Sísifo con la piedra.
La física cuántica descubrió el principio de incertidumbre que rige para las partículas y la indefinición de su masa y velocidad. Algo parecido debe ocurrir con este virus, al que nadie se atreve a clasificar. Las mascarillas parecen juguetes de tela de un carnaval que no tiene gracia. Y avanzamos por la calle sin saber si será la última vez en volverla a pisar. Esta grisura del ambiente, como te descuides, se mete hasta en el tuétano. Y encima nos quieren cerrar los bares. San Juan debió pensar en esto cuando escribió el Apocalipsis. Y, sin embargo, somos felices. O nos hacemos la ilusión de que lo somos o lo fuimos. Y lo que es mejor, que volveremos a serlo, habiendo puesto nuestras esperanzas en recobrar la vida de entre las cenizas de un abrazo muerto.
La soledad a la que nos confina el virus es el espejo ante el que mirarnos sin nada más que no sea nuestra piel de la mañana, recién despierta, recién levantada. Las arrugas se marcan en los costados a modo de heridas o lanzadas que han dejado los meses que nos descubrimos mortales. Ya no hay certeza ni mañana, solo hoy y presente, la nueva religión anhelada. Los generales romanos daban una fiesta hasta la muerte el día que el emperador les descubría la conjura. Habían de matarse en la bañera a cambio del legado tranquilo de sus hijos. Así nos iremos yendo poco a poco, en la conjura de este virus chino. Ha llegado del Oriente como las enseñanzas del Tao, como la seda de Marco Polo, igual que los Reyes Magos. Buscamos al oráculo sin darnos cuenta de lo que a Sócrates le ocurrió en Delfos. Conócete a ti mismo. He ahí la solución, la única, la posible. Y dejarse mecer de nuevo por las hojas como cuando eras niño, al silbo de un viento que será el último. Y dejarte llorar entero con unas lágrimas frías que envuelvan tu cuerpo en estiércol. Y volver a nacer por dentro con el mismo dolor con que tu madre parió el mundo.