Circula por las redes un vídeo que, posiblemente, muchos de vosotros habéis tenido la oportunidad de ver. Se trata del momento previo al número que interpretan unas niñas de corta edad, intuyo que alrededor de los cinco o seis años, en una típica función de un colegio. La cámara capta el momento en que una de las pequeñas en los instantes que preceden al comienzo del número, busca desesperadamente a sus padres entre el público. Llama poderosamente la atención la necesidad de la menor de hallar lo que con tanto anhelo persigue y el preciso instante en que lo encuentra es altamente emotivo porque sencillamente se le ilumina la cara, es el fiel reflejo de la felicidad más pura. Se siente segura, plena, acompañada, querida.
La necesidad de estar para nuestros hijos. Cuando son chiquitines (me tiene enamorada esa palabra), por la dependencia más estricta y por mera supervivencia. Cuando son adolescentes y se alejan, colocándose prácticamente en las antípodas, es precisamente cuando más claro les tiene que llegar el mensaje de que también estamos. Creen que somos unos pesados, que no sabemos de qué va esto de la vida, se sienten autosuficientes y, paradójicamente, es la etapa de la vulnerabilidad, del caminar sin brújula, de la travesía por el desierto. Pero hay que estar, como un faro en medio del mar.
Un día vuelven, como el hijo pródigo, como los niños que realmente todos somos y guardamos en nuestro corazón. Buscan el abrazo que, pese a no poder abarcarlos, no ha menguado. Vuelven y nos miran como la niña del vídeo del que os hablo.