Ramón Bello Serrano

Ramón Bello Serrano


Baruc

12/06/2021

Tras escuchar a Baruc hicieron colecta (tras ayuno, lloro y súplica) y la enviaron a Jerusalén para compra de inciensos -todo Baruc es violencia sobre los ídolos hechos en maderas y revestidos de oro-. Lo primero que Montanelli quiso ver del Brasil fue la estatua de Baruc que Antônio Francisco Lisboa esculpió cuando ya le atacaba la lepra -su ayudante le ataba a las muñecas y antebrazos los cinceles, Lisboa iba perdiendo los dedos por la lepra-. Sin formación -a salvo las indicaciones de su padre carpintero- se erigió como el más grande escultor de Brasil. Se sintió desterrado de un mundo que iba afeándole por la degeneración y la enfermedad -acudía a la iglesia antes del alba para evitar la exposición pública- y acabó en completa soledad. Me he preguntado por qué Aleijadinho (el lisiado) reparó en Baruc   -quizá lo fuera por cuanto vivieron la fe en medio de un grande desencanto-. Montanelli hablaba de un milagro -nadie le había enseñado anatomía, jamás escuchó hablar de Grecia o de Italia- y restó fascinado y suspenso frente a las altísimas 12 estatuas de la catedral de Congonhas. La respuesta al largo aliento de Lisboa siempre es el traumatismo de la creación -ahí está la vivacidad moral de la que habló Steiner, el «misterioso parentesco», al fin la talla es la muerte de la piedra-, el gallardo ímpetu de la concepción, como si la lepra le hubiese reconciliado con un destino, «mostrándole cuán efímeras, caducas y frágiles eran también la fortuna y riqueza de los demás»-todos los días ofrecía las muñecas al ayudante -creo que esclavo, como Lisboa lo era por parte de madre- que anudaba los cinceles, evitando la desfiguración progresiva de las manos; tuvo la fortuna de eludir la ceguera-. Al ofrendar las muñecas, suplica, como Baruc, por su «mano fuerte, entre signos y prodigios, con gran poder y a brazo alzado», naciendo la creación de ese «misterioso parentesco», gramática de la creación  -dirá Steiner-. Y esculpiendo en roca blanda era su sanatorio moral -como si la lepra sanara al labrar la piedra- el que acabó por redimirle «y al inclinarse sobre los arroyos pudo verse reflejado en ellos sin horrorizarse», muriendo consolado y apacible. Indro, frente a Baruc, jamás imaginó que tendría su estatua en Milán, hollada por la lepra del vándalo.