Durante el servicio militar, en la España de entonces, los jóvenes reclutas recibían charlas de interés general, además del adiestramiento en el uso de las armas. Y cómo no acordarse de aquella descripción de lo que era un buen espía, precisamente la persona que veía sin ser vista. O, lo que es igual, alguien nunca descubierto, literalmente invisible, lo más parecido a nuestro ministro de Ciencia e Innovación. Sin que se sepa dónde estaba nuestro gobernante con su cartera ministerial en la noche del domingo pasado al lunes, cuando una bola de fuego surcaba el cielo de España, a la hora ya del sueño, y nadie estaba en lo cierto al día siguiente del peligro que habíamos pasado. Y podía ser una maldición después de otra, primero el tristísimo coronavirus, luego la borrasca Filomena y ahora lo que pudo ser un meteorito con sus peores consecuencias. Como si todos los males fuesen la víspera de otro que se acerca.
De todo esto, y para quitarnos el miedo, pudo hablarnos al día siguiente el gobernante espía, el más oculto y que, por añadidura, es astronauta, habiendo recorrido ya las autovías del cielo empedradas de estrellas, esos miles de millones de puntos luminosos cuando las miramos. Como miembro del Gobierno, el ministro puede asomarse a cualquiera de las ventanas que tienen las cadenas de televisión. Y decirnos, tal vez, que no haya miedo, que por los aires altos hay un concierto (el silbo de los astros) muy bien acompasado.
Niños del mundo, preguntar por el filósofo griego Tales de Mileto, que se cayó a una zanja cuando miraba al cielo entusiasmado. Y una muchacha de Tracia se reía.