En una novela que acabo de leer, el protagonista sufre un accidente fatal y despierta en el infierno. Pero no en un infierno cualquiera, sino en el que Dante describe con pelos y señales en La divina comedia. A medida que transcurre la trama, sin embargo, su narrador y protagonista comienza a encontrar diferencias entre el averno de Dante y el sitio al que ha ido a parar. Para empezar, la abundancia de norteamericanos frente a aquel lugar lleno de italianos que describe Dante, lo que el narrador atribuye al mismo fenómeno por el que una mujer embarazada ve mujeres embarazadas por todas partes. Por otro lado, además de los escenarios dantescos (los lagos de sangre hirviente, las ciudades en llamas, el mar helado y demás), en la geografía infernal de la novela existen parajes sorprendentemente modernos, como zonas administrativas y parques industriales. Para explicar esto, el protagonista recuerda que el poema de Dante narra un sueño alegórico o una visión, por lo que no es raro que su autor obviara aquellas partes que le resultaban incomprensibles a un hombre del siglo XIV. Lo que él mismo encuentra incomprensible es la existencia de aquella maquinaria gigantesca y complejísima cuyo único propósito parece ser el de infligir torturas de forma masiva. Incapaz de reconciliarse con la idea de un dios capaz de semejante crueldad, llega a pensar que se trata de un experimento extraterrestre, y que los demonios y demás criaturas infernales son en realidad robots o seres creados mediante la ingeniería genética. Y lo cierto es que resulta difícil reconciliar la mentalidad moderna con el concepto de ese infierno de ultratumba. Otra cosa muy distinta son los infiernos terrenales (llámense Auschwitz, Sudán, Ucrania o cualquier país azotado por guerras y hambrunas). Esos infiernos, sin embargo, los hemos aceptado como la cosa más natural del mundo. Quizás por eso el adjetivo «dantesco» se ha convertido en uno de los tópicos más frecuentados por los medios de comunicación.